miércoles, 17 de enero de 2018

Profesión pública de las verdades inmutables sobre el matrimonio

Profesión pública
de las verdades inmutables sobre el matrimonio

S.E.R. Mons. Tomash Peta
 Arzobispo Metropolitano
de la arquidiócesis de Santa Maria en Astana

S.E.R. Mons. Jan Pawel Lenga
Arzobispo emérito de Karaganda

S.E.R. Mons. Athanasius Schneider
Obispo auxiliar
de la arquidiócesis de Santa Maria en Astana

   
Después de la publicación de la Exhortación Apostólica “Amoris laetitia” (2016) diversos obispos han emitido a nivel local, regional y nacional normas concernientes a la aplicación de la disciplina sacramental a los fieles llamados “divorciados vueltos a casar”, quienes se unieron en una convivencia estable more uxorio con una persona que no es su legítimo cónyuge, pese a que esté vivo quien sí tiene esa condición, con quien está unido por un válido vínculo matrimonial.

Las normas mencionadas prevén, entre otras cosas, que en casos individuales las personas   llamadas “divorciados vueltos a casar”, puedan recibir los sacramentos de la Penitencia y de la Santa Comunión, pese a continuar viviendo habitual e intencionalmente more uxorio con una persona que no es su legítimo cónyuge. Tales normas han recibido a menudo aprobación de parte de diversas autoridades jerárquicas y algunas de ellas fueron inclusive dadas por buenas por la suprema autoridad de la Iglesia.

La difusión de dichas normas pastorales eclesiásticamente aprobadas han causado una notable y creciente confusión entre fieles y en el clero; confusión ésta que toca manifestaciones centrales de la vida de la Iglesia, como lo son el matrimonio sacramental que da origen a la familia, la iglesia doméstica y el sacramento de la Santísima Eucaristía.

Según la doctrina de la Iglesia sólo el vínculo matrimonial sacramental constituye una iglesia doméstica (cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 11). La admisión de los fieles “divorciados vueltos a casar” a la Santa Comunión, que es la expresión máxima de la unidad de Cristo-Esposo con Su Iglesia, significa en la práctica un modo de aprobación y legitimación del divorcio y, en ese sentido, una especie de introducción del divorcio en la Iglesia.


Las mencionadas normas pastorales se revelan de hecho y con el tiempo un medio de difusión de la “plaga del divorcio”, expresión usada por el Concilio Vaticano II (cf. Gaudium et spes, 47). Se trata de una difusión de esta “plaga del divorcio” inclusive en la propia vida de la Iglesia, cuando Ésta debería ser en cambio – a causa de su fidelidad incondicional a la doctrina de Cristo – un baluarte y una señal inconfundible de contradicción contra la plaga del divorcio cada vez más difusas en la sociedad civil.

De modo inequívoco y sin admitir ninguna excepción Nuestro Señor y Redentor Jesucristo ha reconfirmado solemnemente la voluntad de Dios en lo que dice respecto a la prohibición absoluta del divorcio. Una aprobación y legitimación de la violación de la sacralidad del vínculo matrimonial, aunque lo sea indirectamente por medio de la mencionada nueva disciplina sacramental, contradice en modo grave la expresa voluntad de Dios y Su mandamiento. Tal práctica representa por lo tanto una alteración substancial de la disciplina sacramental bimilenaria de la Iglesia. Además, con el correr del tiempo, una disciplina substancialmente alterada acarreará también una alteración de la correspondiente doctrina.

El constante Magisterio de la Iglesia, comenzando por las enseñanzas de los Apóstoles y de todos los Sumos Pontífices, ha conservado y trasmitido fielmente ya sea en la doctrina (en la teoría), ya sea en la disciplina sacramental (en la práctica), de modo inequívoco, sin sombra alguna de duda y siempre en el mismo sentido y con idéntico significado (eodem sensu eademque sententia) la cristalina enseñanza de Cristo con respecto a la indisolubilidad del matrimonio.

A causa de su naturaleza divinamente establecida, la disciplina de los sacramentos no debe contradecir la palabra revelada: “Los sacramentos no sólo suponen la fe, sino que, a la vez, la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y de cosas; por esto se llaman ‘sacramentos de la fe’ ” (Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 59). “Incluso la suprema autoridad de la Iglesia no puede cambiar la liturgia a su arbitrio, sino solamente en virtud del servicio de la fe y en el respeto religioso al misterio de la liturgia” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1125). La fe católica por su propia naturaleza excluye una formal contradicción entre la fe profesada, por una parte, y la práctica de los sacramentos, por otra. En este sentido se puede entender también la siguiente afirmación del Magisterio: “El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 43) y “la pedagogía concreta de la Iglesia debe estar siempre unida y nunca separada de su doctrina” (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, 33).

En vista de la importancia de la doctrina y de la disciplina del matrimonio y de la Eucaristía, la Iglesia está obligada a hablar con la misma voz. Por lo tanto, las normas pastorales que dicen respecto a la indisolubilidad del matrimonio no deben contradecirse entre una diócesis y otra, entre un país y otro. La Iglesia ha observado este principio, como lo atestigua San Ireneo de Lyon, desde los tiempos de los Apóstoles: “Si bien la Iglesia esté difundida por todo el mundo hasta los extremos de la tierra, por el hecho de haber recibido de los Apóstoles y de los discípulos la fe, conserva esta predicación y esta fe con cuidado y – como si habitase en una sola casa – cree en ella de la misma manera, como si tuviese una sola alma y un solo corazón y con voz  unánime, como si tuviese una sola boca, predica la verdad de la fe, la enseña y la transmite”  (Adversus haereses, I, 10, 2). Santo Tomás de Aquino nos transmite el mismo perenne principio de la vida de la Iglesia: “Hay una sola y misma fe de los antiguos y de los modernos; si no, no habría una única y misma Iglesia” (Questiones Disputatae de Veritate, q. 14, a. 12c).

Permanece actual la siguiente amonestación del Papa Juan Pablo II: “La confusión, creada en la conciencia de numerosos fieles por la divergencia de opiniones y enseñanzas en la teología, en la predicación, en la catequesis, en la dirección espiritual, sobre cuestiones graves y delicadas de la moral cristiana, termina por hacer disminuir, hasta casi borrarlo, el verdadero sentido del pecado” (Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitenia, 18).

A la doctrina y disciplina sacramental concerniente a la indisolubilidad del matrimonio rato y consumado, es plenamente aplicable el sentido de las siguientes afirmaciones del Magisterio de la Iglesia:

“Pues la Iglesia de Cristo, diligente custodia y defensora de los dogmas a Ella confiados, jamás cambia en ellos nada, ni disminuye, ni añade, antes, tratando fiel y sabiamente con todos sus recursos las verdades que la antigüedad ha esbozado y la fe de los Padres ha sembrado, de tal manera trabaja por limarlas y pulirlas, que los antiguos dogmas de la celestial doctrina reciban claridad, luz, precisión, sin que pierdan, sin embargo, su plenitud, su integridad, su índole propia, y se desarrollen tan sólo según su naturaleza; es decir, el mismo dogma, en el mismo sentido y parecer” (Pio IX, Bula dogmática Ineffabilis Deus).

“En lo que dice respecto a la substancia de la verdad, la Iglesia tiene, frente a Dios y a los hombres, el sagrado deber de anunciarla, de enseñarla sin atenuantes, como Cristo la ha revelado y no existe ninguna condición de los tiempos que pueda dispensar del rigor de esta obligación. Ese deber liga la conciencia de todos los sacerdotes a los cuales ha sido confiado el cuidado de amaestrar, amonestar y guiar a los fieles” (Pio XII, Discurso a los párrocos y cuaresmalistas, 23 de marzo de 1949).

“La Iglesia no historiza, no relativiza las metamorfosis de la cultura profana, su naturaleza siempre igual y fiel a sí misma, como Cristo la quiso y la tradición la perfeccionó” (Paulo VI, Homilía del 28 de octubre de 1965).

“No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas” (Paulo VI, Encíclica Humanae Vitae, 29).
        
“La Iglesia no cesa nunca de invitar y animar, a fin de que las eventuales dificultades conyugales se resuelvan sin falsificar ni comprometer jamás la verdad.” (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, 33).

“De tal norma (la ley moral divina) la Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el árbitro. En obediencia a la verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la naturaleza y en la dignidad de la persona humana, la Iglesia interpreta la norma moral y la propone a todos los hombres de buena voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad y de perfección” (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, 33).

“El otro es el principio de la verdad y de la coherencia, por el cual la Iglesia no acepta llamar bien al mal y mal al bien. Basándose en estos dos principios complementarios, la Iglesia desea invitar a sus hijos, que se encuentran en estas situaciones dolorosas, a acercarse a la misericordia divina por otros caminos, pero no por el de los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, hasta que hayan alcanzado las disposiciones requeridas del alma” (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia, 34).

“La firmeza de la Iglesia en defender las normas morales universales e inmutables no tiene nada de humillante. Está sólo al servicio de la verdadera libertad del hombre. Dado que no hay libertad fuera o contra la verdad” (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, 96).

“Ante las normas morales que prohíben el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la Tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales” (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, 96).

“El deber de reiterar esta no posibilidad de admitir a la Eucaristía (a los divorciados vueltos a casar) es condición de verdadera pastoralidad, de auténtica preocupación por el bien de estos fieles y de toda la Iglesia, ya que indica las condiciones necesarias para la plenitud de aquella conversión a la cual todos son siempre invitados por el Señor” (Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, Declaración acerca de la admisibilidad a la Santa Comunión a los divorciados vueltos a casar,  24 de junio del 2000, n. 5).

Como obispos católicos, los cuales – según la enseñanza del Concilio Vaticano II – deben defender la unidad de la fe y de la disciplina común de la Iglesia, y buscar que surja para todos los hombres la luz de la verdad plena (cf. Lumen gentium, 23), nos vemos obligados en conciencia a profesar, ante la desenfrenada confusión, la inmutable verdad y la igualmente inmutable disciplina sacramental concerniente a la indisolubilidad del matrimonio conforme a la enseñanza bimilenaria e inalterada del Magisterio de la Iglesia. En este espíritu reiteramos:

Las relaciones sexuales entre personas que no están unidas entre sí por el vínculo de un matrimonio válido, como se verifica en el caso de los “divorciados vueltos a casar”, son siempre contrarias a la voluntad de Dios y constituyen una grave ofensa a Dios.

Ninguna circunstancia o finalidad, ni siquiera una posible imputabilidad o culpa disminuída, pueden hacer de tales relaciones sexuales una realidad moral positiva y agradables a Dios. Lo mismo vale para los otros preceptos negativos de los Diez Mandamientos de la Ley de Dios. Ello a causa de que “existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto.” (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia, 17).

La Iglesia no posee el carisma infalible de juzgar sobre el estado de gracia interno de un fiel (cf. Concilio di Trento, sess. 24, cap. 1). La no admisibilidad a la Santa Comunión de los así llamados “divorciados vueltos a casar” no significa por lo tanto un juicio de su estado de gracia ante Dios, sino un juicio del carácter visible, público y objetivo de su situación. A causa de la naturaleza visible de los sacramentos y de la misma Iglesia, la recepción de los sacramentos depende necesariamente de la situación visible y objetiva de los fieles.

No es moralmente lícito tener relaciones sexuales con una persona que no es el propio cónyuge legítimo, para evitar un supuesto otro pecado. Ello a causa de que la Palabra de Dios nos enseña que no es lícito “hacer el mal para que venga el bien” (Rom 3, 8).

La admisión de tales personas a la Santa Comunión puede ser permitida solamente cuando, con la ayuda de la gracia de Dios y de un paciente e individual acompañamiento pastoral, ellas hacen un sincero propósito de cesar de allí en adelante tales relaciones sexuales y de evitar el escándalo. En ello se ha expresado siempre en la Iglesia el verdadero discernimiento y el auténtico acompañamiento pastoral.

Las personas que mantienen relaciones sexuales no conyugales de modo habitual, violan con tal estilo de vida el indisoluble vínculo nupcial matrimonial respecto al legítimo cónyuge. Por esta razón no son capaces de participar “en el Espíritu y en la Verdad” (cf. Jn 4, 23) en la cena nupcial eucarística de Cristo, teniendo también en cuenta las palabras del rito de la Sagrada Comunión: “¡Beatos los invitados a la Cena del Cordero!” (Ap 19, 9).

El cumplimiento de la voluntad de Dios, revelada en Sus Diez Mandamientos y en Su explícita prohibición del divorcio, constituye el verdadero bien espiritual de las personas aquí en la Tierra, permitiendo así que sean conducidas a la salvación de la vida eterna.

Siendo los obispos en su oficio pastoral quienes deben “velar por la fe católica y apostólica” (cf. Missale Romanum, Canon Romanus), estamos conscientes de esta grave responsabilidad y de nuestro deber ante los fieles que de nosotros esperan una profesión pública e inequívoca de la verdad y de la disciplina inmutables de la Iglesia en lo que dice respecto a la indisolubilidad del matrimonio. Por esta razón no nos es permitido callar.

Afirmamos por lo tanto en el espíritu de San Juan Bautista, de San Juan Fisher, de Santo Tomás Moro, de la Beata Laura Vicuña y de numerosos conocidos y desconocidos confesores y mártires de la indisolubilidad del matrimonio:

No es lícito (non licet) justificar, aprobar o legitimar, ni directamente ni indirectamente, ya sea el divorcio ya sea una relación sexual no conyugal estable, con una disciplina sacramental de admisión a la Santa Comunión de los así llamados “divorciados vueltos a casar”, tratándose en este caso de una disciplina ajena a la entera Tradición de la fe católica y apostólica.

Haciendo esta pública profesión ante nuestra conciencia y ante Dios que nos ha de juzgar, estamos sinceramente convencidos de prestar así un servicio de caridad en la verdad a la Iglesia de nuestro tiempo y al Sumo Pontífice, Sucesor de San Pedro y Vicario de Cristo sobre la Tierra.

31 de diciembre del 2017, Fiesta de la Sagrada Familia, en el año del centenario de las apariciones de Nuestra Señora de Fátima.

+ Tomash Peta, Arzobispo Metropolitano de la archidiócesis de Santa Maria en Astana
+ Jan Pawel Lenga, Arzobispo-Bispo emérito de Karaganda
+ Athanasius Schneider, Obispo auxiliar de la archidiócesis de Santa Maria en Astana


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