viernes, 1 de diciembre de 2017

La Virgen María - Mons. Tihamer Tóth - Cap. 1 ¿Con qué título honramos a la Virgen María?

LA VIRGEN MARÍA
Mons. Tihamer Tóth
Obispo de Veszprém (Hungría)

CAPÍTULO PRIMERO
¿CON QUÉ TÍTULO HONRAMOS A LA VIRGEN MARÍA?

LA MADRE DE DIOS - EL CULTO MARIANO EN LA SAGRADA ESCRITURA




El renombrado filósofo americano EMERSON consigna un episodio interesante de un viaje que hizo en autobús.
Un día bochornoso de verano subió cansado y sin humor a un auto de línea. Con tedio iba realizando su viaje... de media hora. Con el mismo sopor, y sin pensar en nada, estaban sentados también los demás viajeros del coche... cuando, en una de las paradas, subió una mujer joven con su hijito, de cabellos rubios y ojos azules. Apenas se hubieron sentado en un rincón del coche, cambió del todo el humor de los pasajeros. Como si todas las preguntas, sonrisas, carcajadas del inocente niño trajesen el aire del paraíso perdido a los hombres cansados por el camino fatigoso de la vida. Y la madre sostenía con tanto encanto y amor a su hijito, y le hablaba con tal cariño, que la mirada de todos se clavaba en ellos y un calor extraño derretía los corazones, sumidos antes en la indiferencia.
El autobús que los astrónomos llaman «Tierra» iba corriendo hacía ya millares de años, con millones y millones de viajeros: hombres agotados, maltrechos, sumidos en la indolencia, que ni sabían adónde iba el coche..., cuando un día, hace dos mil años, subió a él una madre joven, teniendo en los brazos a su hijito, rubio y sonriente; y apenas ocupó un asiento en un rincón del coche, allá en la cueva de Belén, el alma de los viajeros se sintió caldeada por un fuego jamás sentido, y el corazón, antes indiferente, recibió
nuevas fuerzas, como por ensalmo, de una belleza y ternura desconocidas. Y desde aquel día, la Madre y el Hijo viajan siempre con nosotros e irradian un encanto indecible y una fuerza de aliento que refrigera las almas cansadas en las luchas de la vida.
No se puede hablar de Jesucristo sin extenderse también a su Madre Virgen.

        No es posible dar a conocer la doctrina de Cristo, el cristianismo, sin mencionar a la Virgen María. Es la Virgen Santísima quien comunica hermosura, fragancia y encanto al cristianismo. Ella es la antorcha de la gruta de Belén, la estrella más hermosa de la noche. Su murmullo es el más dulce «Gloria». Nazaret no sería el hogar de Jesús si en este hogar no encontráramos a su Madre y al Arcángel; el Gólgota no sería tan admirablemente conmovedor si Jesús no hubiese plantado junto al árbol de la cruz el lirio del valle, el primero regado por la sangre preciosísima o esa rosa que sube por el árbol y florece en sentimientos de dolor. La Virgen Santísima logra el primer milagro, recorre la primera el camino de la cruz, encierra en su corazón la fe puesta en el Hijo muerto y en su obra; es la primera que besa, con el deseo y el consuelo de la felicidad eterna, las llagas de Jesús; hace, sola ella, la vigilia de la primera resurrección. Ella sola esperótreinta y tres años antes al Verbo en la noche de la Anunciación; ella sola Le recibió en la Navidad de Belén; ella sola Le aguardó en el amanecer de la Pascua Florida. (PROHÁSZKA.)
«Nació de María Virgen» —así rezamos en el Credo. El Credo no contiene sino estas cuatro cortas palabras, a ella referentes: «Nació de María Virgen.» Breve frase; pero su contenido es tan profundo, que los nueve capítulos que vamos a escribir de la Virgen María casi no bastarán para descubrir cuanto encierra la frase.
Lo primero que haremos es examinar los fundamentos dogmáticos del culto de María.
El árbol de magnífica fecundidad, el culto de María, que se despliega y despide su fragancia con miles y miles de flores perfumadas en nuestros templos, en nuestros cánticos, en nuestras imágenes, en nuestras fiestas, en nuestros santuarios, centros de romería, ¿de qué raíces se alimenta? ¿Con qué títulos honramos a la Virgen María? Tal será el tema de este capítulo. Y nuestra respuesta será doble: I. La honramos por ser Ella la Madre de Dios, y II. Porque la Sagrada Escritura nos inculca su culto.

I
LA MADRE DE DIOS

Como un gigantesco árbol lleno de bendiciones extiende sus ramas el culto de María sobre todo el mundo católico; y la raíz última del árbol inmenso, la raíz por donde toma su savia de vida, es esta breve frase: «Creo en Jesucristo..., que fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de María Virgen.» Todo el entrañable culto con que las almas católicas se inclinan ante María, brota de nuestra creencia en Cristo.
Resumo en unas breves frases todo cuanto creemos de María.
La Virgen María es Madre de Jesucristo, por lo tanto es Madre de Dios; Madre, y con todo, siempre virgen, intacta; Madre de un Hijo único, Jesucristo, el cual fue concebido por obra del Espíritu Santo —no por obra de varón, como los demás hombres—: la Virgen María, precisamente por su dignidad de Madre de Dios, fue preservada por Dios aun de la culpa original, de modo que nació y vivió exenta siempre de toda clase de pecado.
He ahí en breves palabras nuestra fe tocante a María. Estudiemos ahora nuestra primera proposición: María es Madre de Dios.
Es interesante la manera como salió de un atolladero cierto orador de la antigüedad. Tuvo que hacer un discurso referente a Felipe de Macedonia; mas no alabó las cualidades de gobierno, ni las dotes guerreras de Felipe, sino que, con voz emocionada, dijo estas palabras: «Basta decir de ti, Felipe, que has sido el padre de Alejandro Magno.»
También nosotros podríamos tratar largamente de la Virgen María, de la hermosura de su alma, de sus virtudes, de su amor a Dios, de su prontitud al sacrificio...; pero la ensalzamos del modo más digno diciendo: «Basta decir de Ti, Virgen Santa, que fuiste la Madre de Jesús.»

* * *

A) Extraña un tanto ver lo poco que habla la Sagrada Escritura de la Virgen María. Pocas veces se la menciona en los acontecimientos. En cambio, las pocas frases que se refieren a ella son más que suficientes para probar la legitimidad del culto que le tributamos. Porque aquellas frases escasas afirman tales glorias de María, que nadie puede decirlas mayores.
Leamos con atención estas pocas líneas. Así escribe SAN MATEO: «Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, por sobrenombre Cristo» (Mt 1, 16). Y SAN JUAN añade: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,1 4), es decir, el que recibió de María carne mortal es el Hijo eterno de Dios. De modo que María es Madre de Dios.
¡Qué palabras más sencillas y, con todo, qué llenas de consecuencias! «De qua natus est Jesús», «de la cual nació Jesús» —esto es todo. ¡Esta mujer es tan grande, tan llena de gracia, tan admirable, tan santa, que puede ser Madre de Dios! También ella es hija de Adán; pero es tan conforme al pensamiento de Dios, que quiso el Señor su cooperación en lo más sublime del mundo: la Encarnación del Verbo.

* * *

B) ¡Madre de Dios! ¡Dignidad excelsa, inefable! Recibir y llevar en su seno, cuidar, servir y educar al Dios aquel ante quien los ángeles puros se humillan hasta el polvo, y a cuya presencia los serafines y querubines esconden su rostro detrás de las alas; a Aquel que creó el universo, el sol, la luna, las estrellas y todas las cosas que hay en el mundo. ¡Llamar a éste su propio Hijo, cubrirle de besos, estrecharle contra el propio pecho con amor de madre! ¡Mandar a Aquel ante quien se someten y obedecen todas las fuerzas del cielo y de la tierra! Es indeciblemente grande la dignidad de Madre de Dios. «Nadie hay semejante a María — exclama con entusiasmo SAN ANSELMO—; fuera de Dios, nadie hay más grande que María.»
La sublime distinción que significa el ser «Madre de Dios» puede sólo entenderse considerando que todos los sabios, reyes, sacerdotes y ángeles del cielo no valen tanto para nosotros como lo que nos dio María al darnos a Cristo. Hijo de Dios.
Por una mujer entró el primer pecado en el mundo, de una mujer nació la culpa; pero de una mujer vino también su medicina. La Virgen Bendita era una mujer escogida, una Madre sin mancilla. Vino a esta tierra de pecado como lirio florido: sin mancha original. Vivió en esta tierra como rosa delicada: pura, sin mancha. Aun después del nacimiento de Jesús permaneció Virgen. Limpia y blanca como la nieve que acaba de caer.
¡Con qué timidez, con qué cautela dice al ángel!: «¿Cómo es posible que me nazca un hijo, habiendo consagrado mi virginidad a Dios, y no queriendo renunciar a ella?» “¡No temas, María!; porque has hallado gracia a los ojos de Dios. La virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra; por cuya causa, el santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios.» Es decir, no temas por tu virginidad, porque serás madre por virtud del Dios omnipotente, no a costa de tu integridad, sino con la plenitud de tu pureza...
La lengua húngara llama con acierto al día de la Anunciación «día de injertar frutos la Mujer bendita». Porque realmente hubo allí un injerto. Se injertó el ramo glorioso, el Hijo de Dios fue injertado en la Virgen Santísima, y por ella en toda la humanidad. Se hizo el injerto para que de la raíz milenaria de la humanidad no brotasen en adelante retoños podridos, pecaminosos, no saliesen ramas de frutos venenosos, ni agrias manzanas agrestes, sino frutos sanos, hermosos, palabras y obras que agraden a Dios.
¡Qué día de primavera fue aquél! ¡Día en que brotó la Vida! La Virgen Santísima se abandonó a la voluntad divina, y quedó tranquila. Y en el momento en que pronunció con toda su alma: «Hágase en mí según tu palabra...»; en el mismo instante, cuando con humildad santa inclinó su cabeza virginal, empezó Jesucristo su vida terrena junto al corazón de la Virgen Santísima. ¡Qué misterio infinito del inconcebible amor divino! ¡Cómo baja el Señor desde los cielos, cómo alienta en la humilde Virgen, y la estrecha y la envuelve en su amor, como un océano infinito! Flor virginal del
cielo, oh Virgen María, mil parabienes del mundo entero.

* * *

C) Y María correspondió a la dignidad sin par que había recibido. Fue realmente Madre, madre amante, cuidadosa, que sacrifica su vida. Cuando el Niño Jesús no había nacido aún ya le dirige oraciones desde la profundidad de su alma humilde. Cuando la dureza de los hombres Le arrojó de Belén a un establo, el beso y el abrazo de la Virgen Santa calentaron al Niño Jesús, que tiritaba. Cuando la crueldad de Herodes los obligó a huir a Egipto, aquel
pecho virginal fue refugio seguro del Niño Dios. Cuando el Salvador empezó a crecer, aquel purísimo rayo de sol Le vigilaba día y noche. Y cuando... agonizaba el Redentor en el Gólgota, y sus ojos, ya vidriosos, no veían más que rostros enemigos en torno suyo, su Madre, la Madre de Dios estaba firme, demostrando su fidelidad, al pie de la cruz, y la espada del dolor le atravesaba más que nunca el corazón.
La Virgen Madre merece realmente las alabanzas que le tributan los siglos. Mereció que se escribieran de ella los innumerables volúmenes que llenan las bibliotecas, cantando sus glorias. Mereció que la Iglesia instituyera fiestas para honrarla. Es digna de las innumerables estatuas e imágenes, a cual más bella, con que los mejores artistas presentaron sus homenajes en el correr de los siglos a la Mujer Bendita...
Así respondemos a la primera cuestión que propusimos: Honramos a la Virgen María, porque Dios la honró el primero, escogiéndola por Madre de su Hijo unigénito. Respondemos más todavía. La honramos porque nos lo manda la Sagrada Escritura.

II
EL CULTO MARIANO EN LA SAGRADA ESCRITURA

Que al ofrecer todos nuestros respetos a María no nos desviamos del camino recto nos lo demuestran también las páginas de las Sagradas Letras. De estas sagradas páginas aprendimos nosotros el culto de María.
¿De la Sagrada Escritura? Pero, ¿dónde están esas páginas?

* * *

A) En primer lugar, ahí está la escena del Paraíso. «Yo pondré enemistades entre ti y la mujer —es la palabra de sanción pronunciada por el Señor contra el espíritu malo y seductor—, y entre tu raza y la descendencia suya; ella quebrantará tu cabeza, mientras tú le aceches el talón» (Gen 3, 15). ¿Cómo no hemos de honrar a la mujer poderosa, a la Virgen Bendita, cuya fuerza vencedora en quebrantar la serpiente nos la mostró Dios como
primer rayo de luz para consuelo de la humanidad caída?

* * *

B) Y la promesa del Señor se cumplió: «Envió Dios al ángel Gabriel a Nazaret, ciudad de Galilea, a una virgen desposada con cierto varón de la casa de David, llamado José; y el nombre de la virgen era. María. Y habiendo entrado el ángel donde ella estaba, le dijo: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres» (Lc 26-28).
Ante la Virgen, asombrada y temerosa, está de rodillas el Arcángel Gabriel, y sale de sus labios, y se oye por vez primera, el saludo: Dios te salve, llena de gracia; el Señor es contigo. Brota el saludo: de labios del ángel y el viento, rápido, lo recoge con sus alas y lo lleva por los cuatro puntos del mundo para que no haya un solo rincón donde no se oiga el saludo angélico: Dios te salve, María.
Al principio no son más que unas pocas almas escogidas las que conocen la dignidad de María: Santa Isabel, San José, los Apóstoles, el pequeño grupo de los primeros fieles. Pero en alas del viento, el saludo va esparciéndose. Vienen pueblos, surgen las naciones, y entran en la Iglesia de Cristo, y abrazan su doctrina, y tanto en el Septentrión como en el Mediodía, en Oriente como en Occidente, de día y de noche, en el mar y en la tierra, en la guerra y en la paz, en el templo y en el hogar, en el monte y en el valle, se oye sin cesar el saludo del Arcángel Gabriel: Dios te salve, María;
llena de gracia, el Señor es contigo.
¡Qué palabras tan sencillas y, en pocas líneas, qué sublime contenido! ¿Qué eres tú, María, en ti misma? «Llena de gracia.» ¿Y respecto del Señor? «El Señor es contigo.» ¿Y qué eres con relación a nosotros, los demás hombres? «Bendita eres entre todas las mujeres.»
¿Obramos, pues, con ligereza, honrando a la Madre admirable? Se nos echa en rostro el culto de María, diciendo que también era ella hija de Adán. Mas el ángel la conoce bien, y le dice: «Bendita eres entre todas las mujeres.» Y nosotros no añadimos una palabra en las dictadas por Dios al enviar un arcángel para saludarla.

* * *

C) Poco tiempo después de esta escena, la Virgen María fue a visitar a su prima Santa Isabel. E Isabel, al oír su voz —según lo consigna la Sagrada Escritura—, «se sintió llena del Espíritu Santo», y exclamó con júbilo: «¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre!... ¡Bienaventurada tú, porque has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor» (Lc 1, 42, 45). ¿No tenemos, pues, derecho a honrar a la Virgen María, si Santa Isabel, «llena del Espíritu Santo», la ensalzó con tal entusiasmo?

* * *

¿Y es posible que se nos censure por levantar a María muy por encima de nosotros, o por inclinarnos demasiado ante ella, cuando SAN LUCAS, refiriéndose al Niño Jesús, de doce años, y a sus padres, escribe de esta manera: «Enseguida se fue con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto»? (Lc 2, 51). ¿Quién estaba sujeto? El Hijo de Dios. ¿A quién estaba sujeto? A José y María. ¿No hemos de honrar y levantar por encima de todos los seres
creados a la Mujer aquella que honró Jesucristo con obediencia, ante la cual se inclinaba esperando sus órdenes?

* * *

E) No sólo tenemos derecho, sino verdadera obligación de honrar a la Virgen María. Lo demuestra con la mayor claridad el testamento de Cristo.
Viernes Santo es el día más grande de la historia universal. Cristo está clavado en la cruz, y María, cerca de El, porque donde padece Cristo, allí está con El su Madre. Ella fue quien Le introdujo en el mundo; Ella quiso estar presente también en su muerte.
No es posible leer sin emoción el Evangelio de SAN JUAN cuando refiere las palabras que pronunció el Señor en la cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dice al discípulo: Ahí tienes a tu, madre. Y desde aquel momento el discípulo la tomó como madre» (Jn 19, 26-27).
He ahí el testamento del Señor: Madre mía, sé madre protectora, patrona de los hombres, por quienes he dado yo mi sangre y mi vida; ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu madre. No es tu reina, no es tu emperatriz..., no es mi madre..., ¡no!, sino que es tu madre.
Pues bien; si se nos pregunta con qué títulos honramos a la Virgen María, en qué pasaje ordenó Cristo su culto, nuestra respuesta es ésta: Aquí lo mandó. Cuando dijo a San Juan, y en él a todos nosotros: Ahí tienes u tu madre.
Desde aquel momento es María nuestra madre celestial. Y desde aquel momento no cesa el cántico en labios de los hombres.
Ahí tenéis los fundamentos dogmáticos de nuestro culto a María.

* * *

María no ha perdido su poder de Madre de Dios, ni siquiera en los cielos, antes al contrario, allí lo ejerce con mayor eficacia. La Madre de Dios ha de tener, en cierto sentido, ascendiente sobre Dios. Influjo en el sentido de que Dios escucha complacido sus oraciones.
María ora, intercede sin cesar por nosotros, porque todos nosotros somos hermanos de Cristo, y en consecuencia somos también hijos de María. Y su Hijo divino nos encomendó a todos nosotros a sus cuidados y protección. ¡Qué alegría, qué dicha saber que tenemos en el cielo una Madre de bondad, una Protectora poderosa, dispuesta siempre a tomar en sus manos nuestros
asuntos y presentar nuestras súplicas a su Divino Hijo!
La Iglesia, desde sus comienzos, experimentó en realidad la protección de esta Madre bondadosa. No hubo época en su vida de dos milenarios en que no sintiese la intercesión de la Virgen Inmaculada. Y la sentimos nosotros también, que corremos a su amparo, y le pedimos a la Virgen gloriosa y bendita que reciba nuestras súplicas en los días de la tribulación. Es nuestra Señora, nuestra Abogada, nuestra Medianera. No se ha oído en todos los siglos que quien ha implorado su intercesión se haya visto rechazado.
Unamos, pues, con profundo respeto, la expresión de nuestra gratitud a las palabras del ángel: ¡Dios te salve, María! ¡Dios te salve, Hija predilecta del Padre! ¡Dios te salve, Madre de nuestro Redentor! ¡Dios te salve, templo del Espíritu Santo! ¡Dios te salve, a Ti, que eres más santa que los querubines, más sublime que los serafines! ¡Dios te salve, María, más brillante que el sol, más hermosa que la luna, más resplandeciente que las estrellas! Dios te salve, Reina de los ángeles; Dios te salve, puerta abierta del
Paraíso; Dios te salve, estrella del mar.
Dios te salve, María, esperanza de los patriarcas, anhelo de los profetas, reina de los apóstoles, fortaleza de los mártires. Dios te salve, María, ejemplo ideal de las madres cristianas. Dios te salve, bondadosa abogada de todos nosotros.
Dios te salve, Madre de Dios, llena de gracia, el Señor es contigo. Contigo es el Señor, que ya existía antes de ti, que te creó, y a quien tú engendraste. Te lo pedimos, oh María: vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clementísima! ¡Oh piadosa! ¡Oh dulce Virgen María!


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