viernes, 5 de mayo de 2017

Apostolados menudos X (el apostolado de dorar espaldas) - San Manuel González García

5. El apostolado de dorar espaldas

          Ved otra menudencia y dentro de ella un campo extenso para la caridad apostólica.


El nombre


          ¿Dorar espaldas? Si me leyeran sevillanos, y a fuer de tales cofradieros hasta la médula, exclamarían al punto: ¿pero va usted a dedicar a los apóstoles a preparar armados? (soldados romanos).
          ¡Vaya si llevan las espaldas doradas!
          No, no llamo ahora la atención de los lectores hacia esas espaldas forradas de armaduras de dorada lata y de capas festoneadas de oro de más o de menos ley, sino, en general, hacia las espaldas de cualquier prójimo.
          Porque supongo que os habréis fijado en que lo peor que solemos tratar de nuestros prójimos es... la espalda ¡Como que es quizá en donde todo el mundo anuncia y pega su papel!
          Por muy dura, grosera e insolentemente que se trate a las veces a los presentes y por muchos dicterios y necedades con que alguna vez, sobre todo, cuando la ira nos saca de quicio, se escupa en su propia cara, todo es nada en comparación de lo que, cuando falta la caridad y sobran los celos y recelos de la envidia, se echa sobre las espaldas del prójimo ausente.

          ¡Pobres espaldas de los ausentes, qué mal paradas quedan en las reuniones de amigos! Y ¡no digo nada si son de enemigos!
          El uno, porque por ser amigo no ha querido darle el mal rato de cantarle las verdades; el otro, porque no le gusta meterse donde no lo llaman; el de aquí porque su amigo es así, pero también comprende que es asao; el de allí, porque a él no se la pega nadie, y cada uno por un título, y todos, en realidad, porque está ausente, ¡qué modo de escupir, golpear, arañar y hasta apuñalar la espalda del que no está!
          Es un hecho éste tan visto, repetido y lamentado que no necesito detenerme en describirlo más al por menor ni en pintarlo con más colores. Me basta sacar de la sola presentación de ese hecho una cosa digna de compasión; a saber: la espalda del prójimo ausente.
          ¿No os parece buen oficio para un alma que comulga, con la caridad de Jesús ejercer esa compasión? ¿No os parece que será una excelente obra de caridad ese apostolado en favor de la buena ausencia, ejercido entre miembros de una familia, entre los contertulios de una visita o entre los comensales de una mesa, en donde quiera que peligre la salud y el buen color de la espalda del prójimo? Y como caridad es oro, saliendo con ella a defender la espalda atacada ¿no se podrá decir que se dora?


Modo de dorar


          Hay varios: comenzando por el más fuerte, que es al fuego, y terminando por el más suave, que es al agua.
          La caridad, que es de Dios, tiene de Él la discreción, y ésta enseñará el procedimiento más conveniente en cada caso.
          A las veces hará falta una protesta enérgica y contundente contra los murmuradores y una defensa calurosa del ausente (dorado a fuego) y a las veces bastará un sencillo gesto, una palabra de explicación o cambio de conversación (dorado al agua).


Espaldas indorables


          ¡Que las hay también! ¡De puro negras!
Y ¿para ese caso en que el prójimo ausente no tenga defensa posible? Todavía el apóstol de mi caso tiene un oficio que hacer.    Buscarle una buena intención.
          Después de todo, sólo Dios las conoce y fuera de él nadie tiene derecho a atribuir mala intención a la obra de su prójimo por depravada que sea.


Un gran dorador de espaldas


          Un día fue a buscar a san Vicente de Paúl una aristocrática duquesa con el loco empeño de que aconsejara a la reina de Francia que propusiera a su hijo suyo para obispo, más apto, según la fama, para ceñir la corona de pámpanos de Baco que la mitra.
          El bueno del señor Vicente se esforzó con todos los recursos de su ingenio y de su delicadeza en disuadirla y, sin decirle una palabra de la desarreglada vida del hijo, procuraba demostrarle que todavía no tenía las condiciones requeridas por los sagrados cánones.
          La respuesta de la contrariada dama a la dulce firmeza del pobre viejo fue montar en cólera y como furia del infierno, con sus uñas y sus pies y con las sillas que encontró, caer sobre él hasta tirarlo al suelo, rasgado, herido y manando sangre.
          Al ruido de la caída penetró en la estancia el hermano portero que, estupefacto y asombrado, no sabía a quien acudir primero, si a su buen padre o a hacer pagar caro a la enfurecida duquesa su sacrílega crueldad.
          El señor Vicente cortó la indecisión, llamando al portero para que le ayudara a levantarse, y, cuando hubo salido su agresora, no hubo de decir, mientras con su pañuelo se limpiaba la sangre de las heridas de su rostro, más que estas palabras: ¡Lo que puede el cariño de una madre!    Eso es dorar... lo indorable...


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