jueves, 24 de julio de 2014

Claves para Comprender la Cultura Contemporánea - Mons. Antonio Marino




Claves para Comprender la Cultura Contemporánea
Un Aporte desde la Relación entre Cristología y Moral
Mons. Antonio Marino


Extracto de la ponencia presentada en el Curso sobre “Cultura y Contracultura en Nuestro Tiempo” del Centro Pieper, pronunciada el día 21 de Abril del 2012 en el CEDIER de Mar del Plata.



I. Cristo y el Hombre

Entre el antropocentrismo y el teocentrismo

Con la encíclica Veritatis splendor, cuyos principales destinatarios son los obispos de la Iglesia Católica, el Papa Juan Pablo II, al proponer los fundamentos de la teología moral, ha buscado llegar a la conciencia de los hombres de nuestro tiempo, poniendo las bases para suscitar un diálogo orientado "no sólo a los creyentes sino a todos los hombres de buena voluntad" (VS 3).

Desde la Introducción de este magno texto, luego de afirmar que "la respuesta decisiva a cada interrogante del hombre, en particular a sus interrogantes religiosos y morales, la da Jesucristo", nos encontramos, en el n. 2, con el texto conciliar de Gaudium et spes 22:

Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación.

Esta cita de la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, puede ser considerada como la referencia obligada y el principio inspirador de todo el magisterio del Papa actual, desde los inicios mismos de su pontificado hasta nuestros días. Prolongaba, de este modo, una pasión que lo movía desde su temprana docencia, cuando siendo un joven teólogo, se había empeñado en mostrar cómo la fe de los cristianos en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, brinda a los hombres de pensamiento la clave para superar la tensión instalada en la cultura occidental, desde la edad moderna, entre antropocentrismo y teocentrismo, dos posturas que fueron presentadas como alternativas culturales irreconciliables[1]. En Cristo, Dios y el hombre están simultáneamente y sin contradicción en el centro de la actividad cultural. Así lo afirmaba en su segunda gran encíclica Dives in misericordia:

Cuanto más se centre en el hombre la misión desarrollada por la Iglesia, cuanto más sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse y realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús. Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlos en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante del Magisterio del último Concilio (...) [2].

No es difícil señalar en el texto de Veritatis splendor cómo la herencia de la antropología de Gaudium et spes ha dejado múltiples huellas en la doctrina moral del Papa. Numerosos pasajes de la encíclica se apoyan expresamente en ella. Citamos a continuación el número 53, que remite al texto de Gaudium et spes 10:

Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes del hombre, relacionados también con la misma dimensión corpórea, no sólo entraría en conflicto con la experiencia común, sino que haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al "principio", precisamente allí donde el contexto social y cultural del tiempo había deformado el sentido originario y el papel de algunas normas morales (Cfr. Mt 19, 1-9). En este sentido "afirma además la Iglesia que, en todos los cambios, subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por los siglos" (GS 10). Él es el "Principio" que, habiendo asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y el prójimo.



II. Contexto

Entre un Cristo "puro paradigma" y una moral universal sin Cristo

En nuestro sencillo aporte, donde procuramos poner en evidencia, a modo de simple esbozo, sólo algunos de los principales vínculos entre cristología y moral establecidos en la encíclica, juzgamos oportuno partir de la breve presentación de un contexto doctrinal que vuelve más comprensible la doctrina del Papa.

La preocupación de fondo, que recorre transversalmente toda la encíclica, es el relativismo ético de nuestro tiempo, con las tendencias subjetivistas y utilitaristas, que buscan consolidarse teóricamente (VS 106), y que en diferentes formas de expresión han alcanzado también a la teología moral, a través de una extensa literatura, dando lugar a perplejidades graves, con repercusión práctica en la disciplina sacramental.

La encíclica tomará clara posición ante una de las causas determinantes de la crisis, a saber, la negación de una ley natural, entendida como expresión de la ley eterna y conocida por la razón natural, y cuyos preceptos expresan verdades válidas universalmente, en todo tiempo y lugar.

Simplificando un tanto las cosas, podemos decir que la encíclica al volver a afirmar la doctrina tradicional sobre la ley natural mantiene distancia frente a dos modelos o posturas contrapuestos entre sí: una moral según la cual Cristo es "puro paradigma", sin un código ético de normas concretas y universales; y una moral universal que no necesita de Cristo para constituirse.

Por un lado, nos encontramos con una corriente de teólogos moralistas, cuyas posiciones son sintetizadas en el n. 37 de la encíclica. Estos buscan presentar una ética que responda a los planteos y exigencias de un mundo secularizado y "post-cristiano":

Queriendo, no obstante, mantener la vida moral en un contexto cristiano, ha sido introducida por algunos teólogos moralistas una clara distinción, contraria a la doctrina católica, entre un orden ético -que tendría origen humano y valor solamente mundano-, y un orden de la salvación, para el cual tendrían importancia sólo algunas intenciones y actitudes interiores ante Dios y el prójimo. En consecuencia se ha llegado hasta el punto de negar la existencia, en la divina Revelación, de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente: la Palabra de Dios se limitaría a proponer una exhortación, una parénesis genérica, que luego sólo la razón autónoma tendría el cometido de llenar de determinaciones normativas verdaderamente "objetivas", es decir, adecuadas a la situación histórica concreta.

Para estos autores, por tanto, el cristianismo consiste en el "seguimiento de Cristo", en la opción por él, sin que esto implique ni una moral nueva, ni la existencia de un código moral universal y permanente, cuya vigencia, Cristo vendría a ratificar con su autoridad. Puede entenderse, de este modo, que en nombre de la autonomía, se niegue a la Iglesia y al Magisterio competencia alguna en el plano de las normas morales.

Es común reconocer en esta forma de pensar el influjo del pensamiento de la Ilustración, que tiene en Kant su máximo exponente, aun cuando dichos autores no adhieran en su integridad a sus ideas sobre la figura de Cristo. En la concepción kantiana, nos encontramos ante la reducción ética del cristianismo [3]. La idea de Dios encuentra cabida sólo en la razón práctica, como uno de sus postulados, y la religión es recibida como valioso auxiliar de la moral, al servicio de la ley universal del deber.

A fin de superar en el hombre la poderosa inclinación hacia el mal, la función de la religión es dar al principio del bien toda su fuerza atractiva. El cristianismo lo hace proponiendo en la figura de Cristo el paradigma del principio moral, capaz de animar una comunidad ética, donde los sencillos se sostienen mutuamente en la práctica de la virtud. En esta perspectiva se sitúa su obra "La religión dentro de los límites de la mera razón" (1793), desde la cual puede ser interpretado todo el cristianismo y sus doctrinas [4].

La idea de la Encarnación, no es más que un modo de hablar adaptado a las necesidades de la comunidad ética. Igualmente, la "humillación del Hijo de Dios" debe ser entendida en el sentido de la presencia de este Ideal de la razón práctica en nuestra voluntad inclinada al mal. Y puesto que la realización de este Ideal exige a la humanidad carnal el sacrificio de sus inclinaciones sensibles, nos representamos su encarnación entre nosotros como un hombre que "estaría dispuesto a tomar sobre sí todos los sufrimientos, hasta la muerte más ignominiosa, por la salvación del mundo y a favor de sus enemigos".

Lo mismo que otros filósofos de la Ilustración, Kant, educado en el pietismo protestante, ha sentido fascinación ante la figura de Cristo. Pero en él contempla sólo la personificación perfecta del ideal de moralidad humana.

Por una parte, dentro de su concepción crítica, quiere poner a salvo la autonomía y la dignidad de la libertad humana, ante la cual el influjo exterior ejercido por una religión histórico-positiva, que tiene sus dogmas, sus normas y su jerarquía, aparece como una amenaza. El hombre es un sujeto ético autónomo, con un deber moral personal e irrenunciable.

Por otra parte, él está convencido de que el hombre no puede superar su pecado con su sola razón, y se plantea el problema de cómo Cristo puede salvar al hombre con una intervención sobrenatural sin comprometer su autonomía ni su dignidad de sujeto ético autónomo.

Kant formula la Idea Christi. Así, entre la heteronomía de Dios y la autonomía de la razón libre, propone la interpretación ético-práctica de la persona de Cristo. Su influjo salvador no proviene de su obra histórica y real sino del hecho de ser el ideal o modelo ejemplar más sublime de la moralidad [5]; su evangelio moral ha ejercido en la historia una gran función pedagógica y una "completa revolución" [6].

Nos hemos detenido en esbozar la interpretación kantiana sobre el vínculo entre Cristo y la moral, pues a pesar de todas las diferencias en cuanto a la base dogmática acerca de la identidad divina del Salvador, sus ideas principales han servido de fuente inspiradora y se han abierto amplio cauce en la producción literaria de muchos moralistas.

En el otro extremo, nos encontramos con aquellos autores que se han empeñado en sostener la existencia de normas concretas universales y necesarias. Durante algunos siglos han aparecido obras presuntamente escritas ad mentem Sancti Thomae. Pero en su búsqueda de fundamentos para una moral universalmente válida, han amputado a la moral tomista sus elementos y bisagras esenciales, como el tratado de la bienaventuranza, el tratado de la ley nueva, el tratado de los dones del Espíritu Santo y el tratado de la gracia. Podemos decir que aquí nos encontramos con una caricatura de la auténtica moral tomista [7].

En este caso, se ha reducido a la moral al estudio de las obligaciones, convirtiendo a la misma, en la ciencia que determina lo permitido y lo prohibido. Una cierta moral de la obligación, se ha limitado a la enseñanza de la ley natural y a los mandamientos de la Antigua Alianza, con pocas referencias a la figura de Cristo y al Evangelio, ya que el aporte de éste, en cuanto a nuevas obligaciones es muy reducido.

Si este fuese el cometido de la moral, se entiende bien la dificultad para darle una presentación cristocéntrica, pues como el mismo Santo Tomás reconocía, la "ley nueva" añadió muy pocas cosas a la ley natural: "quae praeter preacepta legis naturae, paucissima superaddidit in doctrina Christi et Apostolorum ..." (I-II, q.107, a.4).

Notemos finalmente, como tanto unos como otros, de manera independiente, coinciden de hecho, más que en declaraciones formales, en la negación de la existencia de una moral específicamente cristiana.


III. Una moral Cristocéntrica, de validez Universal

La imagen de Cristo en la naturaleza del hombre

Para salir de esta falsa alternativa, la encíclica, por un lado, reivindica la validez y la normatividad del lenguaje acerca de una ley natural con vigencia universal e inmutable, como resulta manifiesto a lo largo de la lectura de todo el texto; por otro, evita una presentación abstracta de la misma, proponiendo dicha validez como si Cristo no existiera.

Muy otro es el método seguido por el Papa. Su marcado cristocentrismo no se convierte en barrera para el diálogo con todo hombre, incluido el no cristiano o el no creyente; antes bien, en su método expositivo, se muestra fiel al principio de que Cristo es el revelador del hombre. Cristo en su identidad de Hijo eterno enviado por el Padre, Dios verdadero y verdadero hombre, es el mejor punto de partida para salir al encuentro de todo ser humano. Cristo en la integridad de su misterio, tal como quedó manifestado en la Revelación y como es confesado por el dogma eclesial, según las diversas fases de su existencia: Verbo preexistente y creador; hijo de María y Maestro de vida que compartió nuestra condición humana y trajo el don de la ley nueva; y Señor victorioso que, mediante la gracia del Espíritu Santo, ejerce su influjo sobre todos los hombres, domina sobre el tiempo y es la meta final de la historia. El cristocentrismo del Papa, es al mismo tiempo trinitario y antropológico. Cristo revela simultáneamente, en su propia persona, la profundidad del misterio de Dios y la profundidad del misterio del hombre. Estamos muy lejos de un Cristo encerrado "dentro de los límites de la mera razón" o de la "Idea Christi".

Dicho de otro modo, Juan Pablo II no elige como base primera para el diálogo con todo hombre de buena voluntad, el terreno de la sola razón natural, para luego orientar la atención a la figura de Cristo, sino que parte directamente de él. El misterio de Cristo, en su bipolaridad indivisible de Encarnación y Salvación, o cristología y soteriología, es una dimensión omnipresente y transversal, que sostiene toda la reflexión moral de la encíclica. Hablar de Cristo como camino del hombre en busca de felicidad y de plenitud, no implica proponer un fideísmo voluntarista, sin fundamento ni referencia a sus exigencias racionales o a las aspiraciones más profundas de su naturaleza. Por el contrario, como lo expresará también en su posterior encíclica Fides et ratio: "La Verdad, que es Cristo, se impone como autoridad universal que dirige, estimula y hace crecer (cfr Ef 4,15) tanto la teología como la filosofía" (FR 92).

Si por un lado, la revelación cristiana abre al hombre a perspectivas que trascienden totalmente su capacidad natural de conocimiento, por otro, esa misma revelación se presenta como plenitud insospechada de sus anhelos más íntimos. En este sentido, podemos citar las palabras que encontramos en el n. 25 de Veritatis splendor, donde el Papa afirma la contemporaneidad de Cristo con todo hombre de la historia, y también la perenne actualidad de la pregunta del joven rico:

El coloquio de Jesús con el joven rico continúa, en cierto sentido, en cada época de la historia; también hoy. La pregunta: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para alcanzar la vida eterna?" brota en el corazón de todo hombre, y es siempre y sólo Cristo quien ofrece la respuesta definitiva. El Maestro que enseña los mandamientos de Dios, que invita al seguimiento y da la gracia para una vida nueva, está siempre presente y operante en medio de nosotros según su promesa: "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia.

La pregunta por el sentido último de la vida, por la felicidad, coincide con el planteo del bien escatológico: "¿qué he de hacer de bueno para alcanzar la vida eterna?". La respuesta de Cristo consiste en indicar el camino de los mandamientos del Decálogo, que contienen la ley moral, e invitar al "seguimiento" de su persona. Mirada en el conjunto del Evangelio, la respuesta incluye el don del Espíritu Santo, cuya gracia es la ley nueva. Cristo, así, compromete su asistencia permanente, volviéndose contemporáneo con todo hombre. Esta contemporaneidad de Cristo, apela a un encuentro personal con él, cuyo ámbito es el seno de la Iglesia, Madre y Maestra. En el n. 95 nos encontramos con una cita literal de la Exhortación apostólica Familiaris consortio 33, texto notable que vale la pena reproducir:

Como Maestra, no se cansa de proclamar la norma moral... De tal norma la Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el árbitro. En obediencia a la verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la naturaleza y en la dignidad de la persona humana, la Iglesia interpreta la norma moral y la propone a todos los hombres de buena voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad y de perfección.

Juzgamos que este texto tiene una particular importancia en orden a fundar en la cristología el diálogo de la Iglesia con el mundo contemporáneo. Se mencionan palabras fundamentales y se establece entre ellas un nexo orgánico: Cristo, identificado con la verdad; el hombre, hecho a imagen de Cristo; la ley moral, grabada en la naturaleza del hombre; la Iglesia, intérprete de la ley moral. De este modo, se establece un nexo intrínseco entre Cristo y la ley natural. Ésta, en efecto, está inscrita en la misma naturaleza del hombre, creado a su vez a imagen de Cristo, y tiene, por tanto, en él su fundamento. El Papa funda, así, cristológicamente, el tema de la ley natural.

Según estos elementos, y muchos otros que habrá que seguir recogiendo, podemos decir que la ley natural se vincula con Cristo, no sólo por haber recibido de él su confirmación al referirse al Decálogo como código de conducta o camino necesario "para alcanzar la vida eterna", sino más profundamente, desde la ontología misma del hombre, hecho a imagen de Cristo.

A este texto pueden añadirse muchos otros como el que encontramos en el n. 53 de nuestra encíclica, que ya hemos citado: "Él es el "Principio" que, habiendo asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y el prójimo". Naturaleza y gracia, por tanto, sin confundirse, no se separan, y el misterio de la Encarnación del Verbo, una vez más, es la luz decisiva que ilumina el misterio del hombre, manifestándole de este modo su identidad y su vocación última.

La cuestión moral, que involucra a los hombres de todo tiempo, quedó expresada en la pregunta del joven anónimo: "¿qué he de hacer de bueno para alcanzar la vida eterna?". Aun los no cristianos y los no creyentes se la plantean a su manera, pues es la pregunta por el sentido pleno y último de la vida humana.

La encíclica se ubica en una perspectiva teológica más que histórica, al presentar a Cristo como aquel que suscita tal pregunta y como el único capaz de brindar la respuesta definitiva (VS 25). Es siempre él quien despierta ante todo hombre de la historia la pregunta moral, y también es él quien da la respuesta. Pero no se trata solamente del Jesús histórico, cuando hablaba a los hombres de su tiempo, sino del Cristo viviente cuya gracia abarca todos los tiempos, e interpela y responde a todos los hombres de la historia, por diversos caminos, a través de su Iglesia y de la secreta acción del Espíritu Santo en el corazón de cada hombre.


IV. Cristo Maestro y Modelo

Verdad y vida

Uno de los motivos recurrentes a lo largo del texto de la encíclica, consiste en mostrar la imposible separación entre fe y moral, entre orden ético y orden de la salvación (VS 37), y entre libertad y verdad. Lo vemos desde el comienzo, cuando en el n. 4 (in fine) leemos:

Está también difundida la opinión que pone en duda el nexo intrínseco e indivisible entre fe y moral, como si sólo en relación con la fe se deban decidir la pertenencia a la Iglesia y su unidad interna, mientras que se podría tolerar en el ámbito moral un pluralismo de opiniones y de comportamientos, dejados al juicio de la conciencia subjetiva individual o a la diversidad de condiciones sociales y culturales.

Ante tal opinión, el Papa no deja de recordar que "Cristo manifiesta, ante todo, que el reconocimiento honesto y abierto de la verdad es condición para la auténtica libertad: "Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32)" (VS 87).

Los teólogos moralistas de la etapa post-conciliar, se fueron planteando preguntas acerca de la especificidad cristiana de la moral. ¿Predicó Cristo una moral que añadiese contenidos nuevos al código moral de la humanidad? Si la moral del Evangelio no aporta preceptos nuevos, ¿no podríamos decir que su novedad consiste en una "nueva actitud", en una exhortación o parénesis genérica? ¿No cabe afirmar que moral natural y moral cristiana son idénticas en cuanto a sus "exigencias categoriales", y que sólo las "exigencias trascendentales" otorgan especificidad cristiana a la moral? ¿No existe un "orden ético" autónomo y distinto respecto de un "orden de la salvación"? Este trasfondo es tenido en cuenta en la lectura que el Papa hace sobre la pregunta moral y su respuesta.

La pregunta del joven del Evangelio manifiesta su conciencia de la íntima conexión entre el obrar moral y el destino último del hombre. Ante tal pregunta, Cristo comienza orientando la mirada hacia el "solo bueno", hacia Dios. Para Jesús, la moralidad de los actos es inseparable de su raíz religiosa. El orden moral no es autónomo, y lo bueno y lo malo se disciernen por relación al Bien absoluto que es Dios, teniendo en cuenta la correspondencia de amor a él, a su voluntad y a su ley.

Jesús remite a los mandamientos del Decálogo: "Si quieres entrar en la vida guarda los mandamientos" (Mt 19, 17). Ellos son "la condición indispensable y el camino para la felicidad eterna" (VS 72), "la condición básica para el amor al prójimo y al mismo tiempo son su verificación. Constituyen la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad, su inicio" (VS 13). El bien auténtico del hombre, según la reflexión de la encíclica,(...) es establecido como ley eterna, por la Sabiduría de Dios que ordena todo ser a su fin. Esta ley eterna es conocida tanto por medio de la razón natural del hombre (y, de esta manera, es "ley natural"), cuanto -de modo integral y perfecto- por medio de la revelación sobrenatural de Dios (y por ello es llamada "ley divina") (VS 72).

De donde se deduce, en conformidad con la doctrina tomista [8], que la valoración moral de los actos guarda relación con la libre opción por un bien objetivamente verdadero y no "sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena" (VS 72).

Puesto que la respuesta de Jesús no satisface todavía al joven, quien vuelve a preguntar acerca de cuáles mandamientos debe practicar, el Maestro orienta ahora su mirada hacia los mandamientos de la segunda tabla. Con ocasión de estos últimos, se afirma que son la expresión del mandamiento de amor al prójimo. Tienen una formulación negativa y constituyen normas universales e inmutables. Es doctrina repetida a lo largo de la exposición: "Ante las normas morales que prohíben el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para nadie" (VS 96).

Debemos preguntarnos: ¿qué trae de nuevo Jesús respecto de los mandamientos del Decálogo, resumidos por él mismo en el mandamiento del amor a Dios y el mandamiento del amor al prójimo? Cuando, ante el camino de los mandamientos señalado por Jesús, el joven insiste en preguntar: "Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?" (Mt 19, 20), su pregunta denota que, ante la persona de Jesús siente "la nostalgia de una plenitud que supere la interpretación legalista de los mandamientos" (VS 16). Jesús le indica un camino de perfección: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres; luego ven, y sígueme" (Mt 19, 21).

La novedad de Cristo está principalmente en indicar el espíritu y la radicalidad de los mandamientos, como ocurre en el Sermón de la montaña, que comienza con el anuncio de las bienaventuranzas, pero hace también referencia a los mandamientos (cf. Mt 5, 20-48). Además, el Sermón muestra la apertura y orientación de los mandamientos con la perspectiva de la perfección que es propia de las bienaventuranzas. Éstas son ante todo promesas de las que también se derivan, de forma indirecta, indicaciones normativas para la vida moral. En su profundidad original son una especie de autorretrato de Cristo y, precisamente por esto, son invitaciones a su seguimiento y a la comunión de vida con él (VS 16).

La sangre derramada por Cristo en el sacrificio de la Cruz, es la culminación de su actitud permanente de docilidad al Espíritu en su perfecto amor al Padre. Es también la expresión suprema de esta verdad, vinculada con el triunfo pascual y la efusión del Espíritu Santo, quien con su gracia se convierte en la ley nueva de la Iglesia y de todo cristiano (cf. VS 114).

Los rasgos del magisterio moral de Cristo, no se limitan, por tanto, a los contenidos de sus enseñanzas, sino que se extienden a su conducta, a su persona, que invita a la comunión y se convierte en modelo a seguir. En palabras del Papa: "Él mismo se hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da, mediante su Espíritu la gracia de compartir su vida y su amor..." (VS 15; cf. VS 87).

Según el apóstol San Pablo, Dios nos llamó a reproducir la imagen de su Hijo, a fin de que él sea el primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29). Esta imagen ejemplar de Cristo se expresa en nosotros a través de nuestros actos morales, ordenados hacia el bien verdadero del hombre, objetivamente y no sólo según la intención. Pero antes aún, esa imagen del Hijo se reproduce en lo profundo de nuestro ser, por la gracia de la filiación adoptiva, que tiende hacia su perfección en la gloria escatológica (cf. VS 73; ver 21). La asimilación a Cristo iniciada en el Bautismo, encuentra su culminación en la participación en la Eucaristía, "principio y fuerza del don total de sí mismo" (VS 21).





_______
Notas:

[1] Cf. H. DE LUBAC, Ateísmo y sentido del hombre. Madrid, Euramérica, 1969; ID., Le drame de l' humanisme athée. Paris, 19504; M.-J. LE GUILLOU, Le mystère du Père. Foi des apôtres. Gnoses actuelles. Paris, Fayard, 1973; A. LÉONARD, Pensamiento contemporáneo y fe en Jesucristo. Un discernimiento intelectual cristiano. Madrid, Encuentro, 1985; J. L. ILLANES, Antropocentrismo y teocentrismo en la enseñanza de Juan Pablo II, en Scripta Theologica 20(1988)643-665.

[2] JUAN PABLO II, Dives in misericordia 1d.

[3] Cf. A. LÉONARD, o.c., p.187. En lo que sigue sobre Kant nos valemos ampliamente de su exposición. Pueden también consultarse valiosos resúmenes en X. TILLIETTE, La christologie idéaliste, o.c., pp.42-53; ID., Le Christ de la philosophie. Paris, Cerf, 1990, pp.96-101; R. LATOURELLE, o.c., pp.305-308.

[4] Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft. Cf. traducción española Madrid, Alianza, 1969.

[5] Cf. F.-J. HERRERO, o.c., p.253: "La persona histórica de Jesús, en cuanto histórica, no contiene ningún valor en sí. La historia puede decirnos de él lo que quiera. En este sentido es interesante notar que en Kant no aparece nunca el nombre de 'Jesús', que designaría el hombre histórico, sino los términos 'hijo de Dios', 'prototipo', etc., para el ideal de perfección, y 'maestro', 'hombre-Dios', etc., para el hombre concreto. El significado de su persona sólo podrá estar en relación con el ideal de la humanidad. En cuanto idea realizada en el fenómeno, difícilmente constatable a nuestra experiencia, Jesús es un ejemplo válido para todos. En cuanto su doctrina concuerda con la religión de razón o es vista como medio para su consecución, adquiere un sentido moral y puede ser valorizada. Lo restante [v.gr. los misterios de la encarnación, resurrección y ascensión] es abandonado porque no contribuye con nada 'práctico'para nosotros".

[6] Cf. J. A. MERINO ABAD, Cristo interpela también a los filósofos, en Carthaginensia 15(1999)79-80.

[7] Cf. S. PINCKAERS, Las fuentes de la teología moral. Pamplona, Eunsa, 1988; pp. 331-361. Remitimos, además, a la tesis de Licenciatura, presentada ante la Facultad de Teología de la UCA, de A. TORRADO MOSCONI, El carácter específicamente cristiano de la moral de Santo Tomás en la Suma Teológica, desde el tratado de la ley nueva. Buenos Aires, 1997, disertación que hemos dirigido en carácter de moderador de la misma.

[8] Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theol. II-II, q.148, a. 3.


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