miércoles, 28 de mayo de 2014

Aunque todos yo no (2) Beato manuel González García

I. La Obra desde lejos
 
   Mis sueños pastorales
 
         ¿Quién o qué ha iniciado a usted en la campaña contra el abandono de los Sagrarios? ¿Ha sido usted víctima o testigo o las dos cosas juntas de ese abandono que tan metido tiene en su corazón y en cuanto escribe y habla? me han preguntado no pocas personas, deseosas de explicarse el tesón con que desde hace ya bastante tiempo vengo empeñado en esa empresa.
   Gustoso expondré lo que pudiera llamar mi iniciación en la Obra de las Tres Marías, con el doble fin de satisfacer la curiosidad de esos amigos y de dar a este libro todo el interés de lo que se vive y de lo que se siente.
   ¡Dichoso yo si consigo de esta suerte iniciar a otros muchos en esa Obra tan necesaria como atrayente!
   Tomando, pues, el asunto desde lejos, comenzaré por dar cuenta a mis lectores de una de mis ilusiones de joven. Para mí, antes de ser sacerdote, era casi un dogma de fe la canonibilidad de los habitantes de los pueblos chicos y de las aldeas.
 
         Decir aldeano, y al punto surgir en mi imaginación un hombre robusto de cuerpo y de alma, bastote de forma y modales y sano de sentimientos, era una misma cosa. Para mí ese aldeano no tenía más que tres lugares: el campo donde le veía entregado a su trabajo, reposado, alegre, comenzado con el canto del santo Dios al despuntar el alba y terminado con el Bendito. La casa pobre pero limpia, cariñosa, en la que alternaban los besos y los gritos de alegría de los hijos con las Avemarías del rosario rezado alrededor de la lumbre. Y la iglesia, ¡ah, la iglesia! ¡qué encanto tenían para mi imaginación las iglesias de los pueblos! Cuatro paredes muy blanquitas, un altar con unos manteles muy planchados y una Virgen vestida como la más rica aldeana y adornada con las mejores flores de sus campos; y un Sagrario muy limpio, frecuentado por los mozos al terminar la faena del día y por las mozas antes de empezarla y por los ancianos e impedidos del pueblo durante el día...
   ¿Y los domingos? La Misa del alba oída por toda la gente campesina. La Misa mayor con la plática de padre del señor cura; con las amonestaciones de los casamientos pendientes, oídas con tímida complacencia por los interesados, con curioso interés por los demás; con su catecismo bullicioso; con su salida de Misa en la que ellas lucían sus mantones de flecos y pañuelos de seda y sus faldas rechinantes de almidón y plancha y ellos sus ternos y botas de domingo y las vistosas vueltas de la capa o los chillones colores de la faja comprada en la última feria.
 
         ¡Ah, los pueblos! ¡Qué costumbres tan sanas! ¡Qué caracte­res tan enteros! ¡Qué vida tan apacible! ¡Cuánta sencillez! ¡Cuánta poesía!
 
 
   ¡Cuántas veces
 
en mis ratos perdidos de seminarista, me echaba a soñar viéndome cura de uno de esos pueblecitos; querido de mis sencillos feligreses y poniendo yo al servicio de ellos mi alma y mi vida, mirándome y tratándome ellos como a padre y desviviéndome yo por ellos como hijos míos! Y ¡cómo en esos sueños amenizaba yo mi catecismo enseñándoles a los chicuelos nuevos juegos y estimulándolos con nuevos premios! Cómo creaba instituciones económicas en favor de mis labriegos para que nunca los visitara la usura, ni el hambre. Cómo echaba mis buenos ratos con los abuelitos y achacosos que no podían salir a trabajar. Cómo formaba con la gente moza, grupos de gimnastas y las fiestas que yo compondría con ellos. Y cómo gozaría cuando los viera a todos reunidos en el templo que ya me parecía reducido... ¡Y qué Comuniones y qué antesala del Paraíso todo aquello!
   ¡Qué bien caía en mi alma, después de estos sueños pastorales la descripción que de sus pueblos montañeses hace Pereda y de sus vascongados Trueba y de sus andaluces Fernán Caballero! ¿Por qué el pueblo mío no había de ser como ésos? ¿Por qué yo no había de ser el don Sabas de mi pueblo?...
 
 
   Los primeros tropiezos con la realidad
 
         Sonó en el reloj de la divina Providencia la hora de levantar los primeros vuelos en mi vida ministerial. Ordenado de subdiácono y diácono, fui invitado repetidas veces a asistir a funciones religiosas en algunos pueblos cercanos a mi tierra.
   Y, si he de decir la verdad, me supieron muy mal las primeras salidas.
   De ordinario tornaba a mi casa con una desilusión tan grande como mi alegría al tomar el tren, el coche o la caballería que me llevaba al pueblo de mis funciones.
   Ansioso yo por encontrar aquel pueblo sencillo, apacible y cristiano, no acababa de ver más que ciudades en pequeño, con todas las podredumbres de fondo de aquéllas sin las buenas formas con que en la ciudad se cubre siquiera aquella repugnancia.
 
 
   Unos cuantos casos:
 
         En un pueblo no pudo empezar la función hasta la una del día porque no había acabado de peinarse la mayordoma. En otro, el predicador no podía nombrar a la Virgen de los Dolores y sí sólo a la de las Angustias, porque el partido de los Dolores no era el que pagaba la función. En otro, los tres Padres que oficiaban la Misa tenían a continuación que presidir la corrida de toros en la plaza del pueblo. En otro, había que predicar el Viernes Santo un sermón en la plaza a un auditorio que no podía oír por estar en su totalidad borracho de aguardiente. En otro, el predicador tenía que llamar cara de perro pachón al pregonero de Pilatos, so pena de írsele el auditorio, si no lo decía. En otro, se celebraba la Misa del Gallo, bailando las mujeres vestidas de pantalo­nes y silbando los hombres con todas sus ganas mientras duraba aquélla...
   Bueno, me decía yo, estos serán unos pocos ignorantes a los que la buena fe los excusa. Pero aparte de éstos, habrá un núcleo piadoso que comulgará y dará al Señor el culto que Él quiere: modesto, fervoroso, recogido. Pero... señor cura, ¿cuántas Comuniones habrá habido en la fiesta del Patrono? -¡Comuniones? dos, tres. -¡Ninguna!
   -¿Y en el cumplimiento de la Iglesia? -Las mismas, poco más o menos. -¡...! Dios mío, si no comulgan, ni tienen vida de fe  ¿cómo andará la moral y la familia y la educación...?
   ¡Qué descalabros tan recios iba llevando el mundo de mis ilusiones pueblerinas a medida que aumentaba el contacto con la realidad!
   Verdad que no todo era desilusión y desencanto. Que también encontré costumbres de muy rancio cristianismo conservadas en toda su fuerza, y preciosos ejemplares de fe sencilla de corazones sanos, de costumbres patriarcales, de tipos parecidos a los soñados por mí... Pero ni esos tipos eran todo el pueblo, ni todos los pueblos conservaban esos tipos.
   Todavía, sin embargo, me resistía a despojarme de una ilusión, tantos años acariciada, y siempre terminaba el resumen de mis impresiones sobre el pueblo que acababa de visitar: sí, es verdad, eso no es lo que yo he soñado, pero así no van a ser todos los pueblos. Y con relativa confianza seguía entregado a la adoración de la Dulcinea de mis ilusiones...
   Allá en el fondo de mi alma, seguía en pie la iglesita blanca, más limpia y más blanca que todas las casas del pueblo; y los sencillos habitantes de éste poniendo sus flores en el altar de su Virgen y ofreciendo sus adoraciones y dando parte de sus penas y de sus alegría al Corazón de Jesús humilde y bueno de su Sagrario.
   Todavía, a pesar de las quejas que a los amigos curas de estos pueblos había oído, yo seguía con mi vocación de don Sabas...
 


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