miércoles, 16 de octubre de 2013

El Drama de la Moral - Cardenal Joseph Ratzinger

Del liberalismo al permisivismo - Una serie de fracturas - ¿Lejos de la sociedad o lejos del Magisterio? - Buscando puntos firmes

Del liberalismo al permisivismo

Existe también —y no parece menos grave— una crisis de la moral propuesta por el Magisterio de la Iglesia. Una crisis que, como decíamos antes, se halla estrechamente vinculada a la crisis actual del dogma católico. Se trata de una crisis que, por el momento, se hace presente sobre todo en el mundo que llamamos «desarrollado», de manera particular en Europa y en los Estados Unidos; pero ya se sabe que los modelos que se elaboran en estas regiones acaban por imponerse al resto del mundo, por influencia de lo que hoy se conoce como imperialismo cultural.

Según las palabras mismas del cardenal, «en un mundo como el de Occidente, donde el dinero y la riqueza son la medida de todo, donde el modelo de economía de mercado impone sus leyes implacables a todos los aspectos de la vida, la ética católica auténtica se les antoja a muchos como un cuerpo extraño, remoto; una especie de meteorito que contrasta no sólo con los modos concretos de comportamiento, sino también con el esquema básico del pensamiento. El liberalismo económico encuentra, en el plano moral, su exacta correspondencia en el permisivismo. En consecuencia, se hace difícil, cuando no imposible, presentar la moral de la Iglesia como razonable; se halla demasiado distante de lo que consideran obvio y normal la mayoría de las personas, condicionadas por una cultura hegemónica, a la cual han acabado por amoldarse, como autorizados valedores, incluso no pocos moralistas «católicos».

En Bogotá, en la reunión de obispos presidentes de la Comisión Doctrinal y de las Conferencias episcopales de América Latina, el cardenal dio lectura a una relación —hasta ahora inédita— que tenía por objeto analizar los motivos profundos de todo lo que sucede en el campo de la teología contemporánea, incluida la teología moral, a la cual, en aquella relación, dedica un espacio acorde con su importancia. Será necesario seguir los pasos del análisis de Ratzinger para comprender su preocupación ante determinados derroteros que toma Occidente y, en su seguimiento, ciertas corrientes teológicas. En particular, el Prefecto quiere llamar la atención sobre las cuestiones familiares y sexuales.

Una serie de fracturas

A este propósito observa: «En la cultura del mundo «desarrollado» se ha destruido, en primer lugar, el vínculo entre sexualidad y matrimonio indisoluble. Separado del matrimonio, el sexo ha quedado fuera de órbita y se ha encontrado privado de puntos de referencia: se ha convertido en una especie de mina flotante, en un problema y, al mismo tiempo, en un poder omnipresente».

Después de esta primera ruptura descubre otra, que es consecuencia de la primera: « Consumada la separación entre sexualidad y matrimonio, la sexualidad se ha separado también de la procreación. El movimiento ha terminado por desandar el camino en sentido inverso: es decir, procreación sin sexualidad. De aquí provienen los experimentos cada vez más impresionantes de la tecnología médica —de los cuales está llena la actualidad—, y en los que precisamente la procreación es independiente de la sexualidad. La manipulación biológica lleva camino de desarraigar al hombre de la naturaleza (cuyo concepto mismo, como veremos se pone en entredicho). Se intenta transformar al hombre y manipularlo como se hace con cualquier otra «cosa»: un simple producto planificado a voluntad».

Si no me equivoco, observo, nuestras culturas son las primeras en toda la historia en las que se realizan semejantes rupturas.

«Sí, y este proceso dirigido a destrozar las conexiones fundamentales, naturales (y no sólo culturales, como dicen), conduce a consecuencias inimaginables, que se desprenden de la lógica misma que preside un camino semejante».

Según él, hoy estaríamos pagando ya «los efectos de una sexualidad sin ligazón alguna con el matrimonio y la procreación. La consecuencia lógica es que toda forma de sexualidad es igualmente válida y, por consiguiente, igualmente digna». «No se trata ciertamente —precisa— de atenernos a un moralismo desfasado, sino de sacar lúcidamente las consecuencias de las premisas: es lógico, puestas así las cosas, que el placer, la libido del individuo se conviertan en el único punto de referencia posible del sexo. Este, sin una razón objetiva que lo justifique, busca una razón subjetiva en la satisfacción del deseo, en una respuesta, lo más «gratificante» posible para el individuo, a los instintos, a los cuales no se puede oponer un freno racional. Cada cual es libre de dar el contenido que se le antoje a su libido personal».

Continúa: «Resulta entonces natural que se transformen en «derechos» del individuo todas las formas de satisfacción de la sexualidad. Así, por poner un ejemplo muy del día, la homosexualidad se presenta como un derecho inalienable (¿y cómo negarlo con semejantes premisas?); más aún, su pleno reconocimiento se transforma en un aspecto de la liberación del hombre».

Y no terminan aquí las consecuencias de «este desarraigarse la persona humana de su naturaleza profunda». Dice el Prefecto: «Al desgajarse del matrimonio fundado sobre la fidelidad por toda una vida, deja la fecundidad de ser bendición (como ha sido entendida en toda cultura), para transformarse en lo contrario, es decir, en una amenaza para la libre satisfacción del «derecho a la felicidad del individuo». He aquí por qué el aborto provocado, gratuito y socialmente garantizado se transforma en otro «derecho», en otra forma de «liberación».

¿Lejos de la sociedad o lejos del Magisterio?

Este es, según el cardenal, el dramático panorama de la ética en la sociedad radicalmente liberal y «opulenta». Pero ¿cómo reacciona a todo esto la teología moral católica?

«La mentalidad hoy dominante ataca los fundamentos mismos de la moral de la Iglesia, que —como decía—, si se mantiene fiel a sí misma, corre el peligro de aparecer como un anacronismo, como un embarazoso cuerpo extraño. Así, muchos moralistas occidentales —sobre todo norteamericanos—, con la intención de ser todavía «creíbles», se creen en la obligación de tener que escoger entre la disconformidad con la sociedad y la disconformidad con el Magisterio. Muchos eligen esta última fórmula de rechazo, y se entregan a la búsqueda de teorías y sistemas que permitan una situación de compromiso entre el catolicismo y los criterios en boga. Pero este divorcio creciente entre Magisterio y «nuevas» teologías morales provoca lastimosas consecuencias. Hay que tener en cuenta que la Iglesia, por medio de sus escuelas y hospitales, cumple todavía hoy (sobre todo en América) importantes misiones sociales. He aquí, pues, la penosa alternativa que se plantea: o la Iglesia encuentra un camino de acuerdo, un compromiso con los valores aceptados por la sociedad a la que quiere continuar sirviendo, o decide mantenerse fiel a sus valores propios (valores que, a su entender, son los que tutelan las exigencias profundas del hombre), y entonces se encuentra desplazada respecto a la sociedad».

El cardenal cree comprobar que «la teología moral se ha convertido hoy en un campo de tensiones, sobre todo porque sus afirmaciones afectan de modo muy directo a la persona. Las relaciones prematrimoniales se justifican con frecuencia, al menos bajo ciertas condiciones. La masturbación se presenta como un fenómeno normal de la evolución del adolescente; una y otra vez se propone la admisión de los divorciados que se han vuelto a casar; el feminismo, incluso el más radical, parece adquirir derecho de ciudadanía, a veces en el ámbito de los conventos mismos (pero sobre esto hablaremos en otro lugar). Ante el problema de la homosexualidad, se plantean claras tentativas de justificación: en los Estados Unidos se ha dado el caso de obispos que —por ingenuidad o por un cierto sentimiento de culpabilidad de los católicos hacia una «minoría oprimida»— han cedido iglesias a los gays para la celebración de sus festivales. Y tenemos también el caso de la Humanae vitae, la encíclica de Pablo VI que reafirmaba el «no» a la contraconcepción y que no ha sido comprendida, antes al contrario, ha sido más o menos abiertamente rechazada en amplios sectores eclesiales».

Pero ¿no es acaso cierto, digo, que el problema de la regulación de la natalidad ha encontrado particularmente desguarnecida a la moral católica tradicional? ¿No se tiene la impresión de que el Magisterio se ha visto aquí sin verdaderos argumentos decisivos?

«Es cierto que en el comienzo del gran debate, cuando apareció la encíclica Humanae vitae (1968), era todavía relativamente estrecha la base de la argumentación de la teología vinculada al Magisterio. Pero, desde entonces, nuevas reflexiones y experiencias han venido a ampliarla hasta el punto de que la situación comienza a invertirse».

¿De qué modo?, pregunto.

«Para tener una visión de conjunto, es preciso echar una ojeada retrospectiva. En los años treinta o cuarenta, algunos teólogos católicos comenzaron ya a criticar la orientación unilateral de la ética sexual católica sobre la procreación. La criticaban desde una filosofía personalista e insistían sobre todo en que el modo clásico de enfocar el matrimonio, en el Derecho Canónico, en función de sus «fines» no era del todo adecuado a la esencia del matrimonio. La categoría «fin» es insuficiente para explicar el fenómeno propiamente humano. Estos teólogos en modo alguno negaron la importancia de la fecundidad en la escala de valores de la sexualidad humana. En el marco de una filosofía más personalista asignaron al matrimonio un lugar nuevo. Estas discusiones fueron importantes y contribuyeron a ahondar la doctrina católica sobre el matrimonio. El Concilio acogió y confirmó estos aspectos personalistas, en su mejor acepción. Pero a raíz del Concilio se esbozó una nueva línea evolutiva. Las reflexiones conciliares se habían basado en la unidad de persona y naturaleza, mientras que luego comenzó a interpretarse el «personalismo» como contrapuesto al «naturalismo», es decir, como si la persona humana y sus exigencias pudiesen entrar en pugna con la naturaleza. De este modo, un personalismo exagerado ha conducido a ciertos teólogos a rechazar el orden interno, el lenguaje de la naturaleza (que es moral por sí mismo, según la enseñanza católica de siempre), dejando a la sexualidad, incluso conyugal, como único punto de referencia, la voluntad de la persona. He aquí uno de los motivos del rechazo de la Humanae vitae, de la imposibilidad, para ciertas teologías, de rechazar la contraconcepción».

Buscando puntos firmes

El «personalismo extremo» no es el único, entre los sistemas éticos que surgen como alternativa a los del Magisterio. Ante los obispos reunidos en Bogotá, y refiriéndose en particular a América del Norte, Ratzinger expuso las líneas de otro sistema que juzga inaceptable: «Inmediatamente después del Concilio, se comenzó a discutir sobre la existencia de normas morales específicamente cristianas. Algunos llegaron a la conclusión de que todas las normas pueden encontrarse también fuera del mundo cristiano y que, de hecho, la mayor parte de las cristianas se han tomado de otras culturas, en particular de la antigua filosofía clásica, sobre todo del estoicismo. Desde este falso punto de partida se llegó inevitablemente a la idea le que la moral ha de construirse únicamente sobre la base de la razón y que esta autonomía de la razón es también válida para los creyentes. Por consiguiente, no al Magisterio, no al Dios de la Revelación con sus Mandamientos, con su Decálogo. En efecto, muchos sostienen que el Decálogo, sobre el que la Iglesia ha construido su moral objetiva, no sería más que un «producto cultural» ligado al antiguo Oriente Medio semita. Por lo tanto, una simple regla relativa, dependiente de una antropología y de una historia que ya no son las nuestras. Por este camino surge de nuevo la negación de la Escritura, renace la antigua herejía según la cual el Antiguo Testamento (lugar de la «Ley») habría sido anulado por el Nuevo (reino de la «Gracia»). Pero la Biblia es un todo unitario para el católico; las bienaventuranzas de Jesús no anulan el Decálogo confiado por Dios a Moisés y, en él, a los hombres de todos los tiempos. Según el criterio de estos nuevos moralistas, en cambio, nosotros, hombres «al fin adultos y liberados», deberíamos buscar por nosotros mismos otras normas de comportamiento».

¿Una búsqueda, pregunto, mediante las solas fuerzas de la razón?

«En efecto, como había comenzado a decir. Se sabe, en cambio, que para la auténtica moral católica hay acciones que ninguna razón podrá nunca justificar, porque contienen en sí mismas un rechazo de Dios creador y, por lo tanto, una negación del bien auténtico del hombre, su criatura. Para el Magisterio han existido siempre determinados puntos inamovibles, que son como señales indicadoras que no pueden ser arrancadas o ignoradas sin destruir el vínculo que la filosofía cristiana descubre entre el Ser y el Bien. Al proclamar la autonomía de la razón humana y separarse del Decálogo, ha sido preciso ir a la búsqueda de nuevos puntos de apoyo: ¿dónde puede el hombre hacer pie, cómo puede justificar los deberes morales, si éstos no arraigan ya en la Revelación divina, en los Mandamientos del Creador?»

¿Y entonces?

«Entonces se ha llegado a la llamada «moral de los fines» o —como se prefiere decir en los Estados Unidos, donde sobre todo se ha elaborado y difundido— de las «consecuencias», el consecuencialismo: nada es en sí bueno o malo; la bondad de un acto depende únicamente de su fin y de sus consecuencias previsibles y calculables. Sin embargo, al darse cuenta de los inconvenientes de un sistema semejante, algunos moralistas han tratado de suavizar el «consecuencialismo» con el proporcionalismo: el obrar moral depende de la valoración y de la actitud que se adopte ante la proporción de los bienes que están en juego. A fin de cuentas, un cálculo individual, en esta ocasión de la «proporción» entre bien y mal».

Pero me parece, observo, que también la moral clásica hacía referencia a planteamientos parecidos: a la valoración de las consecuencias, al peso de los bienes que se ofrecen a la elección.

«Ciertamente —responde—. El error ha sido construir un sistema sobre lo que tan sólo era un aspecto de la moral tradicional, la cual —a la postre— no dependía de la valoración personal del individuo, sino de la revelación de Dios, de las «instrucciones para el uso» por El inscritas de modo objetivo e indeleble en su creación. Por lo tanto, la naturaleza y el hombre mismo, en cuanto parte de esta naturaleza creada, contienen en su interior su propia moralidad».

La negación de todo esto conduce, según el Prefecto, a consecuencias devastadoras para el individuo y para la sociedad: «Si desde los Estados Unidos, en donde estos sistemas han tenido origen y se han impuesto, dirigimos la mirada a otras áreas geográficas, descubrimos que también las convicciones morales de ciertas teologías de la liberación se apoyan, en el fondo, en una moral «proporcionalista»: el «bien absoluto» (es decir, la edificación de la sociedad justa, socialista) se convierte en la norma moral que justifica todo lo demás, incluso la violencia, el crimen y la mentira, si necesario fuere. Es éste uno de tantos aspectos que muestran cómo, renegando de su arraigo en Dios, cae la humanidad en poder de las más arbitrarias consecuencias. La «razón» del individuo puede, de hecho, proponer de cuando en cuando para la acción los más diversos, imprevisibles y peligrosos objetivos. Y lo que parecía «liberación» se transforma en su contrario, mostrando en el terreno de los hechos su rostro luciferino. Es el Tentador quien, en el primer libro de la Escritura, seduce al hombre y a la mujer con la promesa: seréis como Dios (Gén 3,5). Es decir, libres de las leyes del Creador, libres de las leyes mismas de la naturaleza, dueños absolutos de nuestro destino. Pero, al final de este camino, no es precisamente el Paraíso terrenal lo que nos espera».

En “Informe sobre la Fe” Capítulo VI

 

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