sábado, 22 de diciembre de 2012

Domingo IV de adviento (ciclo c) - San Ambrosio

Feliz la que ha creído
Es normal que todos los que quieren ser creídos corroboren las razones que les den crédito. También el ángel que anunciaba los misterios, para inducir a creer por un hecho, ha anunciado a María, una virgen, la maternidad de una esposa anciana y estéril, mostrando de este modo que Dios puede hacer todo cuanto le agrada. Desde que oyó esto María, no como incrédula del oráculo, ni como insegura del anuncio, ni como dudosa del hecho, sino alegre en su deseo, para cumplir un piadoso deber, presurosa por el gozo, se dirigió hacia la montaña. Llena de Dios, ¿podía ella no elevarse presurosa hacia las alturas? Los cálculos lentos son extraños a la gracia del Espíritu Santo
Aprended también, piadosas mujeres, con qué apresura­miento habéis de ayudar a vuestras parientes que han de ser ma­dres. María, que antes vivía sola en su retiro más estricto; no la retiene ahora de aparecer en público el pudor virginal, ni de su intento la aspereza de las montañas, ni de prestar su servicio la longitud del camino. La Virgen se dispone a subir las mon­tañas, la Virgen que piensa servir y olvida su pena; su caridad la da fuerza y no el sexo; deja su casa y marcha.
Aprended, vírgenes, a no corretear por casas ajenas, a no entretenerse en las plazas, a no prolongar la conversación en las vías públicas. María es tranquila en casa y se apresura en el camino. Permaneció con su prima tres meses; pues, habiendo venido para hacer un servicio, le salía del corazón. Permaneció tres meses, no por el placer de estar en una casa extraña, sino porque le desagradaba mostrarse en público con frecuencia.
Aprendisteis, vírgenes, la delicadeza de María; aprended también su humildad. Ella viene como una parienta a su parienta, como la más joven a la más anciana, y no sólo viene, sino que es la primera en saludar; conviene, en efecto, que cuanto más casta es una virgen, sea también más humilde; aprenda a honrar a las ancianas; que sea maestra de humildad la que hace profesión de castidad. Hay aquí un motivo de piedad, hay también una enseñanza doctrinal: hay que subrayar, en efecto, que la superior viene a la inferior para ayudar a la inferior: María a Isabel, Cristo a Juan; más tarde, para consagrar el bautismo de Juan, Cristo ha venido a este bautismo (Mt 3,13). En seguida se manifiestan los beneficios de la llegada de María y de la presencia del Señor: pues es el momento de oír Isabel el saludo de María, el niño dio sal­tos en su seno, y ella fue llenada del Espíritu Santo.
Considera la elección y precisión de cada una de las pa­labras. Isabel es la primera a oír la voz, pero Juan es el primero a sentir la gracia; aquélla, siguiendo el orden natural, ha oído; éste ha saltado bajo el efecto del misterio; ella ha percibido la llegada de María, éste la del Señor: la mujer la de la mujer, el hijo la del hijo; ellas proclaman la gracia; ellos la realizan, abordando el misterio de la misericordia en beneficio de sus ma­dres; y, por un doble milagro, las madres profetizan bajo la inspiración de sus hijos. El hijo ha saltado de gozo, la madre ha sido llenada; la madre no ha sido llenada antes que su hijo, sino que su hijo, una vez lleno del Espíritu Santo, ha llenado también a su madre. Exultó Juan, exultó también el espíritu de Ma­ría. Al saltar de gozo Juan, Isabel es llenada. Sin embargo, no conocemos que María fuese llenada del Espíritu, sino que su es­píritu exultó —El, que no puede ser comprendido, obraba en Ma­ría de un modo incomprensible—. En fin, ella fue llenada después de haber concebido, ésta antes de concebir.
Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Y de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a visitarme?
El Espíritu Santo conocía su palabra y no la olvida jamás, y la profecía se realiza no sólo en los hechos milagrosos, sino en todo el rigor y propiedad de los términos. ¿Cuál es este fruto del vientre, sino Aquel del que se ha dicho: He aquí que el Señor da por herencia los hijos, recompensa del fruto del seno? (Ps 126, 3). Es decir, la herencia del Señor son los hijos, precio de este fruto que nació del seno de María. Él es el fruto del vientre, la flor de la raíz, de la cual profetizó Isaías al decir: Saldrá una vara de la raíz de Jesé, y la flor brotará de la raíz; la raíz es la raza judía; el tallo, María; la flor de María, Cristo, que, como el fruto del buen árbol, según nuestros progresos en la virtud, ahora florece, ahora fructifica en nosotros, ahora renace por la resurrección del cuerpo.
¿Y de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí? No habla como una ignorante —sabía ella que existía la gra­cia y la operación del Espíritu Santo, para que la madre del pro­feta fuese saludada por la madre del Señor para provecho de su hijo—, sino que ella reconocía que es esto el resultado, no de un mérito humano, sino de la gracia divina. Dice así: ¿De dónde a mí?, es decir, ¿qué felicidad me llega que la Madre de mi Se­ñor viene a mí? Yo reconozco que no tengo nada que esto exija. ¿De dónde a mí? ¿Por qué justicia, por qué acciones, por qué méritos? No son diligencias acostumbradas entre mujeres que la Madre de mi Señor venga a mí. Yo presiento el milagro, reco­nozco el misterio: la Madre del Señor está fecundada del Verbo, llena de Dios.
Porque he aquí que, como sonó la voz de tu salutación en mis oídos, dio saltos de alborozo el niño en mi seno. Y dichosa tú que has creído.
Observas que María no dudó, sino que creyó, y por eso ha conseguido el fruto de la fe. Bienaventurada tú, dice, que has creí­do. ¡Mas también sois bienaventurados vosotros que habéis oído y creído!, pues toda alma que cree, concibe y engendra la palabra de Dios y reconoce sus obras. Que en todos resida el alma de Ma­ría para glorificar al Señor; que en todos resida el espíritu de María para exultar en Dios. Si corporalmente no hay más que una Madre de Cristo, por la fe Cristo es fruto de todos: pues toda alma recibe el Verbo de Dios, a condición de que, sin ta­cha, preservada de vicios, guarde castidad en una pureza sin de­trimento.
Toda alma que llega a este estado engrandece al Señor, como el alma de María ha engrandecido al Señor y como su es­píritu ha saltado de gozo en el Dios Salvador. El Señor es efecti­vamente engrandecido, como en otra parte has leído: Engrandece al Señor conmigo (Ps 33,4); no que la palabra humana pueda añadir alguna cosa al Señor, sino que Él es engrandecido en nos­otros; pues Cristo es la imagen de Dios (2 Cor 4,4; Col 1,15) y, por lo mismo, el alma que hace obra justa y religiosa engran­dece esta imagen de Dios, a cuya semejanza ha sido creada, y, al engrandecerla, participa en cierto modo de su grandeza y se hace más sublime; parece reproducir en ella esta imagen por los brillantes colores de sus buenas obras y por la semejanza de la virtud. Luego el alma de María engrandece al Señor y su espí­ritu salta de gozo en Dios porque, ofrecida el alma al Padre y al Hijo, ella venera con un piadoso amor al Dios único, de quien vienen todas las cosas, y al único Señor, por quien son hechas to­das las cosas (cf. 1 Cor 8,6).
Sigue la profecía de María, cuya plenitud responde a la excelencia de su persona. No es sin motivo, parece, que Isabel profetice antes del nacimiento de Juan y María antes del naci­miento del Señor; pues ya comienzan los preparativos de la sal­vación humana. Pues así como el pecado comenzó por las mujeres, el bien debía comenzar también por las mujeres, a fin de que las mujeres, deponiendo sus costumbres femeniles, renuncien a su debilidad, y que el alma, que no tiene sexo, como María, que no conoció el error, se aplique religiosamente a imitar su cas­tidad.
María permaneció con ella tres meses y volvió a su casa. Bien se nos dice que María prestó sus servicios y que guardó un número místico: pues su prima no es la única causa de esta larga estancia, sino también el provecho de un profeta tan gran­de. Efectivamente, si al entrar se ha realizado un resultado tan grande que, al saludo de María, el niño ha dado saltos de gozo en el seno y el Espíritu Santo ha llenado a la madre del niño, ¡qué aumento de gracia no les ha valido la presencia de María durante un espacio de tiempo tan largo! María permaneció con ella tres meses. Así el profeta recibía la unción y, tan buen atle­ta, era ya ejercitado desde el seno de su madre; pues se prepa­raba para un gran combate. María permaneció allí hasta que llegó para Isabel el tiempo de dar a luz. Si lo consideras dili­gentemente, encontrarás que esto no se ha notado más que para el nacimiento de los justos; en fin, se cumplieron los días de dar a luz María, se cumplió el tiempo de dar a luz Isabel, el tiempo de la vida se cumple cuando los santos terminan la ca­rrera de esta vida. La vida del justo tiene una plenitud, los días de los impíos son vacíos.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (1) nº 19-29, BAC Madrid 1966, pp. 95-101)

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