sábado, 1 de septiembre de 2012

Domingo XXII (ciclo b) San Juan Crisóstomo


Las tradiciones y la Ley
Entonces... ¿Cuándo? Cuando había hecho ya el Señor innumerables milagros, cuando había curado a los enfermos al solo contacto de la orla de su vestido. La razón justamente porque el evangelista señala el tiempo es para mostrar la ma­licia indecible de escribas y fariseos, que ante nada se rendía. Pero ¿qué significa: Los escribas  fariseos de Jerusalén? Es­cribas y fariseos estaban esparcidos por todas las tribus y, por ende, divididos en doce partes; pero los que habitaban la capital, como quienes gozaban de más alto honor y tenían más orgullo, eran los peores de todos. Pero mirad cómo por su misma pre­gunta quedan cogidos. Porque no le dicen al Señor: "¿Por qué tus discípulos quebrantan la ley de Moisés?", sino: ¿Por qué traspasan la tradición de los ancianos? De donde resulta que los sacerdotes habían innovado muchas cosas, no obstante haber intimado Moisés con grande temor y fuertes amenazas que nada se añadiera ni quitara de la ley: No añadiréis a la palabra que yo os mando ni quitaréis de ella.
Mas no por eso dejaron de introducir innovaciones, como esa de no comer sin lavarse las manos, lavar el vaso y los utensilios de bronce y darse ellos abluciones. Justamente cuando debían, avanzado ya el tiempo, librarse de tales observancias, entonces fue cuando más estre­chamente se ataron con ellas, sin duda por temor de que se les quitara el poder que ejercían sobre el pueblo, y también para infundirle a éste más respeto, al presentarse también ellos como legisladores. Ahora bien, la cosa llegó a punto tal de iniquidad, que se guardaban los mandamientos de escribas y fariseos y se conculcaban los de Dios; y era tanto su poder, que ya nadie los acusaba de ello. Su culpa, pues, era doble: primero, el inno­var; y segundo, defender con tanto ahínco sus innovaciones, sin hacer caso alguno de Dios. Ahora, dejando a un lado los cazos y los utensilios de bronce, por ser demasiado ridículos, le presentan al Señor la cuestión que a su parecer era más impor­tante, con intento, a mi parecer, de incitarle de este modo a ira. Y le hacen también mención de los ancianos, a ver si, por despreciar su autoridad, les procura algún asidero para acusar­le. Mas lo primero que nosotros hemos de examinar es por qué los discípulos del Señor comían sin lavarse las manos. Y hay que responder que nada tenían por norma, sino que desprecia­ban lo superfluo para atender a lo necesario. Ni el lavarse ni el no lavarse era ley para ellos, haciendo lo uno o lo otro según venía al caso. Y es así que quienes no se preocupaban ni del necesario sustento, ¿cómo iban a poner todo su empeño en tales minucias? Ahora bien, como con frecuencia se presentaba de suyo el caso de comer sin lavarse las manos, por ejemplo, cuan­do comían en el desierto o cuando arrancaron el puñado de espigas, escribas y fariseos se lo echan en cara como una culpa de ellos, que, pasando por alto lo grande, tenían mucha cuenta con lo superfluo—. ¿Qué responde, pues, Cristo? El Señor no se para en esa minucia, ni trata de defender de tal acusación a sus discípulos, sino que pasa inmediatamente a la ofensiva, repri­miendo así su audacia y haciéndoles ver que (quien peca en lo grande, no tiene derecho a ir con menudas exigencias a los demás., Vosotros—viene a decirles el Señor—debierais acusaros, no acusar a los demás. Mas observad cómo siempre que el Señor quiere derogar alguna de las observancias legales, lo hace por modo de defensa. Así lo hizo ciertamente en esta ocasión. Porque no entra inmediatamente en el asunto de la transgresión, ni tampoco dice: "Eso no tiene importancia ninguna". Con ello sólo hubiera conseguido aumentar la audacia de escribas y fa­riseos. No. Lo primero asesta un golpe a esa misma audacia, descubriéndoles una culpa suya mucho mayor y haciendo que su acusación rebote sobre su propia cabeza. Y así, ni afirma que obren bien sus discípulos al transgredir las tradiciones, para no dar asidero a sus contrarios; ni afea tampoco el hecho, pues no quiere dar así firmeza a la ley; ni, en fin, acusa a los ancia­nos de transgresores y abominables, pues en este caso le hubie­ran rechazado por maldiciente e insolente. No. Todo eso lo deja a un lado y Él echa por otro camino. Y a primera vista, sólo reprende a los que tenía delante; pero, en realidad, su golpe alcanza también a los que tales leyes sentaron. No se acuerda para nada de los ancianos; pero, al acusar a escribas y fariseos, también a aquéllos los echa por tierra, y deja entender que el pecado es ahí doble: no obedecer a Dios y cumplir lo otro por respeto a los hombres. Como si dijera: "Esto, esto justamente es lo que os ha perdido: el que en todo obedecéis a vuestros ancianos". Y si no lo dice así expresamente, lo da a entender al responderles de esta manera: ¿Por qué también vosotros que­brantáis el mandamiento de Dios por causa de vuestra tradición? Porque Dios mandó: Honra a tu padre y a tu madre; y: El que maldijere a su padre o a su madre, muera de muerte. Vos­otros, empero, decís: El que dijere a su padre o a su madre: "Es una ofrenda aquello de que tú pudieras ayudarte", ya no tiene que honrar a su padre o a su madre. Y, por causa de vuestra tradición; habéis anulado el mandamiento de Dios.

No es ley lo que los hombres ordenan
No dice el Señor: "Por causa de la tradición de los ancianos", sino: Por vuestra tradición. Como también: Vos­otros decís, no: los ancianos dicen". Con lo que da un tono más suave a sus palabras. Como escribas y fariseos quisieron presentar a los discípulos como transgresores de la ley, Él les demuestra ser ellos los verdaderos transgresores, mientras sus discípulos están exentos de toda culpa, Porque no es ley lo que los hombres ordenan. De ahí que Él la llama tradición, y tradición de hombres particularmente transgresores de la ley. Y como el mandar lavarse las manos no era realmente contrario a la ley, les saca a relucir otra tradición francamente opuesta a ella. Y lo que en resumen dice es que, bajo apariencia de religión, enseñaban a los jóvenes a despreciar a sus padres. ¿Cómo y de qué manera? Si un padre le decía a su hijo: 'Dame esa oveja o ese novillo que tienes", o cosa semejante, el hijo respondía: "Es ofrenda a Dios eso de que quieres ayudarte de mi parte y no puedes tomarlo". De donde se seguía doble mal: primero, que a Dios no le ofrecían nada, y segundo que, so capa de ofrendas, dejaban a sus padres privados de asistencia. Por Dios injuriaban a los padres, y por los padres a Dios. Sin embargo, no es esto lo que dice inmediatamente, sino que antes lee la ley, con lo que nos descubre su vehemente voluntad de que sean honrados los padres. Honra—dice a tu padre y a tu madre para que seas de larga vida sobre la tierra. Y: El que maldijere a su padre y a su madre, muera de muerte. El Señor, sin embargo, omite la primera parte, quiero decir, el premio señalado a los que honran a sus padres, y sólo hace mención de lo más temeroso, es decir, del castigo con que Dios amenaza a quienes los deshonran. Con ello intenta, sin duda, infundirles miedo y atraerse a los más discretos de entre ellos; y por ahí juntamente les demuestra que son dignos de muerte. Porque si se castiga de muerte a quien deshonra de palabra a sus padres, mucho más la merecéis vosotros, que los deshonráis de obra. Y no sólo los deshonráis vosotros, sino que enseñáis a otros a deshonrarlos. Ahora bien, los que ni vivir debierais, ¿cómo le podéis acusar a los demás? Y ¿qué maravilla es que tales in­jurias me hagáis a mí, que por ahora soy para vosotros un desconocido, cuando se ve que lo mismo hacéis con mi Padre?  Y en todas partes dice y demuestra el Señor que de ahí tuvo principio esa insensatez. Otros interpretan de otro modo lo de: Don es lo que de mí puedes aprovecharte. Es decir, no te debo el honor; si te honro, es gracia que te hago. Pero Cristo no hubiera ni mentado semejante insolencia. Por otra parte, Marcos lo declara más, cuando dice: Corbán es eso de que pudieras de mi parte aprovecharte. Y corbán no significa don o cosa gra­tuitamente dada, sino ofrenda propiamente dicha.

Isaías condena también a Escribas y Fariseos
Habiendo, pues, demostrado el Señor a escribas y fariseos que no tenían derecho a acusar ni transgredir la tradición de los ancianos- ellos que pisoteaban la ley de Dios ahora lo mismo por el testimonio del profeta. Como ya les había sacudido fuertemente, ahora prosigue adelante. Es lo que hace siempre, aduciendo también el testimonio de las Escrituras, y demostrando de este modo su perfecto acuerdo con Dios. ¿Y qué les lo que dice el profeta? Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me dan culto, ense­ñando enseñanzas, mandamientos de los hombres. ¡Mirad con qué precisión conviene la profecía con las palabras del Señor y cómo de antiguo anuncia la maldad de escribas y fariseos! Por­que lo mismo de que ahora los acusa Cristo, es decir, de que menospreciaban los preceptos de Dios, los había ya acusado Isaías: En  vano—dice—me dan culto; de los suyos, en cambio, tienen mucha cuenta: Enseñando enseñanzas, mandatos de hom­bres. Luego con razón no las guardan los discípulos del Señor.
        
En qué está la verdadera pureza o impureza
Ya, pues, que el Señor ha asestado a escribas y fariseos ese golpe mortal, acusándolos cada vez con más fuerza por las divinas Letras, por su propia sentencia y por el testimonio del profeta, ya en adelante no habla con ellos, por tenerlos por incurables, y dirige, en cambio, su razonamiento a las muchedum­bres, a fin de introducir una doctrina sublime, doctrina grande y llena de la más alta filosofía. Toman de pie de aquella cues­tión minúscula, el Señor trata de otra más importante, y dero­ga la observancia de los alimentos. Pero mirad cuándo: cuando ya había limpiado a un leproso y suprimido el sábado y mostrándose rey de la tierra y del mar; cuando había promulgado sus propias leyes y había perdonado pecados y resucitado muer­tos y les había dado mil pruebas de su divinidad, entonces es cuando viene a tratar de los alimentos.
Es que, a la verdad, todo el judaísmo estriba en eso. Si eso se quita, todo se ha quitado. Porque de ahí se demuestra que también había que suprimir la circuncisión. Sin embargo, el Señor no plantea por sí mismo y de modo principal la cuestión de la circuncisión, sin duda por ser el más antiguo de los manda­mientos y el que más respeto infundía. Su supresión había de ser obra de sus discípulos. Era, en efecto, cosa tan grande, que sus mismos discípulos, después de tanto tiempo, aun cuando quieren suprimirla, por de pronto la toleran, y sólo de este modo la van derogando. Y mirad ahora cómo introduce el Señor la nueva ley: Habiendo llamado a las muchedumbres, les dijo: Escuchad y entended. El Señor no trata de sentar sin más sus afirmaciones, sino que primero hace aceptable su palabra por medio del honor e interés que muestra con las gentes eso, en efecto, quiere significar el evangelista con la expresión habien­do llamado, y también por el momento en que les habla. Y, en efecto, después de confundir a escribas y fariseos, después de triunfar plenamente sobre ellos y acusarlos con las palabras del profeta, entonces empieza Él a promulgar su ley; entonces, cuan­do mejor podían recibir sus palabras. Y no solamente los llama, sino que excita también su atención, pues les dice: Escuchad y entended. Es decir, considerad, estad alerta, pues tal es la im­portancia de la ley que voy a promulgar. Pues si a estos que destruyeron la ley, y la destruyeron fuera de tiempo, por motivo de su tradición, aun así los habéis escuchado, mucho más de­béis escucharme- a mí, que en el momento debido os quiero le­vantar a más alta filosofía. Y no dijo: "La observancia de los alimentos no tiene importancia ninguna"; ni tampoco: "Moisés hizo mal en mandarla o la mandó sólo por condescendencia". No, el Señor toma el tono de exhortación y consejo y, fundan­do su razonamiento en la naturaleza misma de las cosas, dice: "No lo que entra en la boca mancha al hombre, sino lo que sale de la boca". Tanto en lo que afirma como en lo que legisla, el Señor busca su apoyo en la naturaleza misma. Al oír esto, nada le replican sus enemigos. No le dicen: "¿Qué es lo que dices? ¿Conque Dios nos manda infinitas cosas acerca de la obser­vancia de los alimentos y tú nos vienes con esa ley? Y es que como el Señor los había hecho enmudecer tan completamente no sólo por sus argumentos, sino por haber hecho patente su embuste y haber sacado a pública vergüenza lo que ellos ocul­tamente habían hecho y haber, en fin, revelado los íntimos se­cretos de su alma, ellos, sin chistar, tomaron las de Villadiego. Mas considerad aquí, os ruego, cómo todavía no se atreve el Señor a romper abiertamente con la ley de los alimentos. Por eso no dijo: "Los alimentos", sino: No lo que entra en la boca mancha al hombre. Lo que era natural se entendiera también acerca de no lavarse las manos. Él habla ciertamente de los alimentos; pero seguramente que se entendería también acerca de lo otro. Porque era tan estricta la observancia de aquella ley, que, aun después de la resurrección del Señor, Pedro dijo: No, Se­ñor, porque nunca he comido nada común o impuros. Porque, aun suponiendo que Pedro hablara así por miramiento a los otros y para tener él mismo un medio de justificación ante los que le habían de acusar, pues podría alegar su resistencia y no haber logrado nada con ella, el hecho, desde luego, demuestra la mucha veneración en que tal observancia era tenida. De ahí justamen­te que, tampoco el Señor habló claramente desde el prin­cipio sobre alimentos, sino que dijo: No lo que entra en la boca. Y luego, cuando parece hablar más claramente, otra vez al final echa como una sombra en sus palabras al decir: Mas el comer sin lavarse las manos no mancha al hombre; como si quisiera re­cordar que tal fue la cuestión inicial y que de ella se trataba por entonces. De ahí que, como si sólo hablara de lo de las manos, no dijo: "Mas los alimentos no manchan al hombre", sino que habla como si se tratara del lavatorio de las manos, a fin de que nadie pudiera contradecirle.

Aprendamos en qué está la verdadera impureza
Aprendamos, pues, qué es lo que verdaderamente mancha al hombre. Aprendámoslo y huyámoslo. Porque también en la iglesia vemos que domina costumbre semejante entre el vulgo. Todo su empeño es entrar en ella con vestidos limpios, todo se cifra en lavarse bien las manos; pero presentarle a Dios un alma limpia, eso no les merece consideración alguna. Al decir esto, no es que no nos lavemos las manos y la boca; lo que pre­tendo es que nos lavemos como conviene, no sólo con agua, sino también, en lugar de agua, con virtudes. Porque la sucie­dad de la boca es la maledicencia, la blasfemia, la injuria, las palabras iracundas, la torpeza, la risa, la chocarrería. Si tienes,  pues, conciencia de no haber tocado nada de eso, si ninguna palabra de ésas has pronunciado, si no estás sucio de tales manchas, acércate con confianza; mas si has admitido en ti miles y miles de esas manchas, ¿a qué vanamente trabajas en enjua­garte con agua la lengua, mientras llevas en ella por todas par­tes aquella suciedad de tus palabras, la de verdad funesta y da­ñosa?

Hay que orar con el alma limpia
Porque, dime: si tuvieras tus manos manchadas de ex­cremento y barro, ¿te atreverías a hacer oración? ¡De ninguna manera! Y, sin embargo, tal suciedad no supone daño alguno; la otra es la perdición. ¿Cómo, pues, eres tan escrupuloso en lo indiferente y tan tibio en lo prohibido? ¿Pues qué?-me di­rás-. ¿Es que no hay que orar? Si hay, ciertamente, que orar, pero no sucios, no con el barro entre las manos. ¿Y qué hacer, si me veo sorprendido? -Purificarte. -¿Cómo y de qué manera? -Llora, suspira, haz limosna, dale explicación al que ofendiste, reconcíliate con él por estos medios, rae bien tu lengua, a fin de que no irrites aún más a Dios. A la verdad, si un suplicante se te abrazara a los pies con las manos sucias de excrementos, no sólo no le escucharías, sino le darías un puntapié. ¿Cómo, pues, te atreves tú a acercarte a Dios de esa manera? La lengua es la mano de los que oran y por ella nos abrazamos a las rodillas de Dios. No la manches, pues, no sea que también a ti te diga el Señor: Aun cuando multipliquéis vuestras súplicas, no os escucharé.  Porque: En mano de la lengua está la vida y la muerte. Y: Por tus palabras serás justificado y por tus palabras serás condenado. Vigila sobre tu lengua más que sobre la niña de tus ojos. La lengua es un regio corcel. Si le pones freno, si le enseñas a caminar a buen paso, sobre ella montará y se sentará el rey; pero si la dejas que corra sin freno y que retoce a su placer, entonces se convierte en vehículo del diablo y los demonios. Después de tener comercio sexual con tu mujer, no te atreves a tener oración, cuando ninguna culpa hay en ello; y ¿tiendes, en cambio, tus manos a Dios antes de haberte bien purificado, después de desatarte en injurias e insultos, cosa que conduce al infierno? ¿Y cómo, dime por favor, no te estre­meces? ¿No oyes que Pablo dice: Honroso es el matrimonio y el lecho sin mácula?1'1 Si, pues, al levantarte de un lecho sin mácula no te atreves a acercarte a la oración, ¿cómo saliendo de un lecho diabólico invocas aquel nombre terrible y espantoso? A la verdad, lecho diabólico es desatarse en injurias e insultos. Y la ira, como un perverso adúltero, se une con nosotros con gran placer, y derrama en nosotros gérmenes funestos, y nos hace engendrar la diabólica enemistad, y produce, en fin, todo lo contrario del matrimonio. Éste, en efecto, hace que dos ven­gan a ser una sola carne; mas la ira, aun a los unidos, separa en varias partes y escinde y corta el alma misma. A fin, pues, de que, puedas acercarte a Dios con confianza, no consientas que la ira se introduzca en tu alma ni se una adúlteramente con ella. Arrójala de ti como a un perro rabioso. Porque así nos lo mandó Pablo: Levantando-dice-manos santas, sin ira ni murmuraciones. No deshonres tu lengua. Porque, ¿cómo rogará por ti, si pierde su propia libertad? Adórnala más bien con la modestia y la humildad. Hazla digna del Dios a quien invoca. Llénala de bendición, llénala de limosna. Porque también por las palabras puede hacerse limosna: Porque mejor es la palabra que el don. Y: Responde al pobre, con mansedumbre, palabras de paz.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, Homilía 51, BAC, 1966, pp. 84-103)

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