sábado, 11 de agosto de 2012

Santa Clara de Asis - Testamento

            En el nombre del Señor. Amén.
          Entre los otros beneficios que hemos recibido y recibimos cada día de nuestro espléndido benefactor el Padre de las misericordias (cf. 2 Cor 1,3), y por los que más debemos dar gracias al Padre glorioso de Cristo, está el de nuestra vocación, por la que, cuanto más perfecta y mayor es, más y más deudoras le somos. Por lo cual dice el Apóstol: Reconoce tu vocación (cf. 1 Cor 1,26). El Hijo de Dios se ha hecho para nosotras camino (cf. Jn 14,6), que con la palabra y el ejemplo nos mostró y enseñó nuestro bienaventurado padre Francisco, verdadero amante e imitador suyo.
               Por tanto, debemos considerar, amadas hermanas, los inmensos beneficios de Dios que nos han sido concedidos, pero, entre los demás, aquellos que Dios se dignó realizar en nosotras por su amado siervo nuestro padre el bienaventurado Francisco, no sólo después de nuestra conversión, sino también cuando estábamos en la miserable vanidad del siglo. Pues el mismo Santo, cuando aún no tenía hermanos ni compañeros, casi inmediatamente después de su conversión, mientras edificaba la iglesia de San Damián, donde, visitado totalmente por la consolación divina, fue impulsado a abandonar por completo el siglo, profetizó de nosotras, por efecto de una gran alegría e iluminación del Espíritu Santo, lo que después el Señor cumplió. En efecto, subido en aquel entonces sobre el muro de dicha iglesia, decía en alta voz, en lengua francesa, a algunos pobres que moraban allí cerca: «Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, porque aún ha de haber en él unas damas, por cuya vida famosa y santo comportamiento religioso será glorificado nuestro Padre celestial en toda su santa Iglesia».
               En esto, por tanto, podemos considerar la copiosa benignidad de Dios para con nosotras; Él, por su abundante misericordia y caridad, se dignó decir, por medio de su Santo, estas cosas sobre nuestra vocación y elección. Y no sólo de nosotras profetizó estas cosas nuestro bienaventurado padre Francisco, sino también de las otras que habían de venir a la santa vocación a la que el Señor nos ha llamado.
               ¡Con cuánta solicitud, pues, y con cuánto empeño de alma y de cuerpo no debemos guardar los mandamientos de Dios y de nuestro padre [Francisco] para que, con la ayuda del Señor, le devolvamos multiplicado el talento recibido! Porque el mismo Señor nos ha puesto como modelo que sirva de ejemplo y espejo no sólo a los otros, sino también a nuestras hermanas, a las que llamará el Señor a nuestra vocación, para que también ellas sirvan de espejo y ejemplo a los que viven en el mundo. Así pues, ya que el Señor nos ha llamado a cosas tan grandes, a que puedan mirarse en nosotras las que son para los otros ejemplo y espejo, estamos muy obligadas a bendecir y alabar a Dios, y a confortarnos más y más en el Señor para obrar el bien. Por lo cual, si vivimos según la sobredicha forma, dejaremos a los demás un noble ejemplo y con un brevísimo trabajo ganaremos el premio de la eterna bienaventuranza.
               Después que el altísimo Padre celestial se dignó iluminar con su misericordia y su gracia mi corazón para que, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de nuestro bienaventurado padre Francisco, yo hiciera penitencia, poco después de su conversión, junto con las pocas hermanas que el Señor me había dado poco después de mi conversión, le prometí voluntariamente obediencia, según la luz de su gracia que el Señor nos había dado por medio de su admirable vida y enseñanza. Y el bienaventurado Francisco, considerando que si bien éramos frágiles y débiles según el cuerpo, no rehusábamos ninguna necesidad, pobreza, trabajo, tribulación o menosprecio y desprecio del siglo, antes al contrario, los teníamos por grandes delicias, como a ejemplo de los santos y de sus hermanos había comprobado frecuentemente en nosotras, se alegró mucho en el Señor; y movido a piedad hacia nosotras, se obligó con nosotras a tener siempre, por sí mismo y por su Religión, un cuidado amoroso y una solicitud especial de nosotras como de sus hermanos.
               Y así, por voluntad de Dios y de nuestro bienaventurado padre Francisco, fuimos a morar junto a la iglesia de San Damián, donde el Señor, en poco tiempo, nos multiplicó por su misericordia y gracia, para que se cumpliera lo que el Señor había predicho por su Santo; pues antes habíamos permanecido en otro lugar, aunque por poco tiempo.
          Después, escribió para nosotras una forma de vida, sobre todo para que perseveráramos siempre en la santa pobreza. Y no se contentó con exhortarnos durante su vida con muchas palabras y ejemplos al amor de la santísima pobreza y a su observancia, sino que nos entregó varios escritos para que, después de su muerte, de ninguna manera nos apartáramos de ella, como tampoco el Hijo de Dios, mientras vivió en el mundo, jamás quiso apartarse de la misma santa pobreza. Y nuestro bienaventurado padre Francisco, habiendo imitado sus huellas (cf. 1 Pe 2,21), su santa pobreza que había elegido para sí y para sus hermanos, no se apartó en absoluto de ella mientras vivió, ni con su ejemplo ni con su enseñanza.
               Así pues, yo, Clara, sierva, aunque indigna, de Cristo y de las hermanas pobres del monasterio de San Damián, y plantita del santo padre, considerando con mis otras hermanas nuestra profesión tan altísima y el mandato de tan gran padre, y también la fragilidad de las otras, fragilidad que nos temíamos en nosotras mismas después de la muerte de nuestro padre san Francisco, que era nuestra columna y nuestro único consuelo después de Dios, y nuestro apoyo, una y otra vez nos obligamos voluntariamente a nuestra señora la santísima pobreza, para que, después de mi muerte, las hermanas que están y las que han de venir de ninguna manera puedan apartarse de ella.
          Y así como yo siempre he sido diligente y solícita en guardar y hacer guardar por las otras la santa pobreza que hemos prometido al Señor y a nuestro bienaventurado padre Francisco, así también aquellas que me sucedan en el oficio estén obligadas hasta el fin a guardar y a hacer guardar, con el auxilio de Dios, la santa pobreza. Más aún, para mayor cautela me preocupé de hacer corroborar nuestra profesión de la santísima pobreza, que hemos prometido al Señor y a nuestro bienaventurado padre, con los privilegios del señor papa Inocencio, en cuyo tiempo comenzamos, y de otros sucesores suyos, para que de ninguna manera nos apartáramos nunca de ella.
               Por lo cual, de rodillas y postrada en cuerpo y alma, recomiendo todas mis hermanas, las que están y las que han de venir, a la santa madre Iglesia Romana, al sumo Pontífice y, de manera especial, al señor cardenal que fuere designado para la Religión de los Hermanos Menores y para nosotras, a fin de que, por amor de aquel Dios que pobre fue acostado en un pesebre (cf. Lc 2,12), pobre vivió en el siglo y desnudo permaneció en el patíbulo, haga que siempre su pequeña grey (cf. Lc 12,32), que el Señor Padre engendró en su santa Iglesia por medio de la palabra y el ejemplo de nuestro bienaventurado padre san Francisco para seguir la pobreza y humildad de su amado Hijo y de la gloriosa Virgen su Madre, guarde la santa pobreza que hemos prometido a Dios y a nuestro bienaventurado padre san Francisco, y se digne animarlas y conservarlas siempre en ella.
               Y así como el Señor nos dio a nuestro bienaventurado padre Francisco como fundador, plantador y ayuda nuestra en el servicio de Cristo y en las cosas que hemos prometido al Señor y a nuestro bienaventurado padre, quien también, mientras vivió, se preocupó siempre de cultivarnos y animarnos con la palabra y el ejemplo a nosotras, su plantita, así recomiendo y confío mis hermanas, las que están y las que han de venir, al sucesor de nuestro bienaventurado padre Francisco y a toda la Religión, 51a fin de que nos ayuden a progresar siempre hacia lo mejor para servir a Dios y, de manera especial, para guardar mejor la santísima pobreza.
               Y si en algún tiempo ocurriera que dichas hermanas abandonaran el mencionado lugar y se trasladaran a otro, que estén, sin embargo, obligadas, dondequiera que se encuentren después de mi muerte, a guardar la sobredicha forma de pobreza, que hemos prometido a Dios y a nuestro bienaventurado padre Francisco.
               Con todo, tanto la que esté entonces en el oficio [la abadesa] como las otras hermanas sean solícitas y providentes para que, en torno del sobredicho lugar, no adquieran o reciban más terreno del que exija la extrema necesidad como huerto para cultivar hortalizas. Y si en algún lugar conviniera tener más tierra fuera de la cerca del huerto, para el decoro y aislamiento del monasterio, no permitan que se adquiera ni tampoco reciban sino cuanto exija la extrema necesidad; y que esa tierra no se cultive ni se siembre en absoluto, sino que permanezca siempre baldía e inculta.
               Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a todas mis hermanas, las que están y las que han de venir, que se apliquen siempre con esmero a imitar el camino de la santa simplicidad, humildad, pobreza, y también el decoro del santo comportamiento religioso, tal como desde el inicio de nuestra conversión nos lo han enseñado Cristo y nuestro bienaventurado padre Francisco. A causa de lo cual, no por nuestros méritos, sino por la sola misericordia y gracia del espléndido bienhechor, el mismo Padre de las misericordias (cf. 2 Cor 1,3) esparció el olor de la buena fama (cf. 2 Cor 2,15), tanto entre los que están lejos como entre los que están cerca. Y amándoos mutuamente con la caridad de Cristo, mostrad exteriormente por las obras el amor que tenéis interiormente, para que, estimuladas por este ejemplo, las hermanas crezcan siempre en el amor de Dios y en la mutua caridad.
               Ruego también a aquella que tenga en el futuro el oficio de las hermanas que se aplique con esmero a presidir a las otras más por las virtudes y las santas costumbres que por el oficio, de tal manera que sus hermanas, estimuladas por su ejemplo, la obedezcan no tanto por el oficio, cuanto más bien por amor. Sea también próvida y discreta para con sus hermanas, como una buena madre con sus hijas, y, de manera especial, que se aplique con esmero a proveerlas, de las limosnas que el Señor les dará, según la necesidad de cada una. Sea también tan benigna y afable, que puedan manifestarle tranquilamente sus necesidades, y recurrir a ella confiadamente a cualquier hora, como les parezca conveniente, tanto para sí como para sus hermanas.
               Mas las hermanas que son súbditas recuerden que, por Dios, negaron sus propias voluntades. Por eso, quiero que obedezcan a su madre, como lo han prometido al Señor, con una voluntad espontánea, para que su madre, viendo la caridad, humildad y unión que tienen entre ellas, lleve más ligeramente toda la carga que por razón del oficio soporta, y lo que es molesto y amargo, por el santo comportamiento religioso de ellas se le convierta en dulzura.
               Y porque son estrechos el camino y la senda, y es angosta la puerta por la que se va y se entra en la vida, son pocos los que caminan y entran por ella (cf. Mt 7,14); y si hay algunos que durante un cierto tiempo caminan por la misma, son poquísimos los que perseveran en ella. ¡Bienaventurados de veras aquellos a quienes les es dado caminar por ella y perseverar hasta el fin (cf. Mt 10,22)!
               Por consiguiente, si hemos entrado por el camino del Señor, guardémonos de apartarnos nunca en lo más mínimo de él por nuestra culpa e ignorancia, para que no hagamos injuria a tan gran Señor y a su Madre la Virgen y a nuestro bienaventurado padre Francisco, y a la Iglesia triunfante y también a la militante. Pues está escrito: Malditos los que se apartan de tus mandamientos (Sal 118,21).
               Por eso doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo (Ef 3,14), para que, teniendo a nuestro favor los méritos de la gloriosa Virgen santa María, su Madre, y de nuestro bienaventurado padre Francisco y de todos los santos, el mismo Señor que dio el buen principio, dé el incremento (cf. 1 Cor 3,6-7), y dé también la perseverancia final. Amén.
          Para que mejor pueda ser observado este escrito, os lo dejo a vosotras, carísimas y amadas hermanas mías, presentes y futuras, en señal de la bendición del Señor y de nuestro bienaventurado padre Francisco, y de la bendición mía, vuestra madre y sierva.

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