sábado, 11 de agosto de 2012

Domingo XIX (ciclo b) San Juan Crisóstomo

Del Comentario al
Evangelio de San Juan
San Juan Crisóstomo

Pablo, escribiendo a los filipenses, dice de algunos de ellos: Cuyo dios es el vientre y ponen su gloria en lo que es su vergüenza. Que trata ahí de los judíos es cosa clara por lo que precede; y también por lo que ahora aquí dicen de Cristo. Cuando les suministró el pan y les hartó sus vientres, lo lla­maron profeta y querían hacerlo rey. Pero ahora que los ins­truyó acerca del alimento espiritual y la vida eterna, y los levantó de lo sensible y les habló de la resurrección y les elevó los pensamientos, convenía que quedaran estupefactos de ad­miración. Pero al revés, se le apartan y murmuran.
Si Cristo era el Profeta, como ellos lo afirmaban anterior­mente, diciendo: Porque éste es aquel de quien dijo Moisés: El Señor Dios os enviará un Profeta de entre vosotros, como yo: a él escuchadlo, lo necesario era prestarle oídos cuando decía: He descendido del cielo. Pero no lo escuchaban, sino que murmuraban. Todavía lo reverenciaban a causa del reciente milagro de los panes; y por esto no lo contradecían abier­tamente, pero murmuraban y demostraban su indignación, pues no les preparaba una mesa como ellos la querían. Y decían murmurando: ¿Acaso no es éste el hijo de José? Se ve claro por aquí que aún ignoraban su admirable generación. Por lo cual todavía lo llaman hijo de José.
 
Jesús no los corrigió ni les dijo: No soy hijo de José. No lo hizo porque en realidad fuera El hijo de José, sino porque ellos no podían aún oír hablar de aquel parto admirable. Aho­ra bien, si no estaban aún dispuestos para oír acerca del parto según la carne, mucho menos lo estaban para oír acerca del otro admirable y celestial. Si no les reveló lo que era más ase­quible y humilde, mucho menos les iba a revelar lo otro. A ellos les molestaba que hubiera nacido de padre humilde; pero no les reveló la verdad para no ir a crear otro tropiezo tratando de quitar uno. ¿Qué responde, pues, a los que murmuraban? Les dice: Nadie puede venir a Mí si mi Padre que a Mi me envió no lo atrae. (…)
Y Yo lo resucitaré al final de los tiempos. Gran­de aparece aquí la dignidad del Hijo, pues el Padre atrae y El resucita. No es que se reparta la obra entre el Padre y el Hijo. ¿Cómo podría ser semejante cosa? sino que declaraba Jesús la igualdad de poder. Así como cuando dijo: El Padre que me envió da testimonio de Mi, los remitió a la Sagrada Escritura, no fuera a suceder que algunos vanamente cuestionaran acerca de sus palabras, así ahora los remite a los profetas, y los cita para que se vea que Él no es contrario al Padre. Pero dirás: Los que antes existieron ¿acaso no fueron ense­ñados por Dios? Entonces ¿qué hay de más elevado en lo que ahora ha dicho? Que en aquellos tiempos anteriores los dogmas divinos se aprendían mediante los hombres; pero ahora se aprenden mediante el Unigénito y el Espíritu Santo. Luego continúa: No que alguien haya visto al Padre, sino el que viene de Dios. No dice aquí esto según la razón de causa, sino según el modo de la substancia. Si lo dijera según la razón de causa lo cierto es que todos venimos de Dios. Y entonces ¿en dónde quedaría la preminencia del Hijo y su diferencia con nosotros? Dirás: ¿por qué no lo expresó más claramente? Por la ru­deza de los oyentes. Si cuando afirmó: Yo he venido del Cie­lo, tanto se escandalizaron ¿qué habría sucedido si hubiera además añadido lo otro? A Sí mismo se llama pan de vida porque engendra en nosotros la vida así presente como futura. Por lo cual añade: Quien comiere de este pan vivirá para siem­pre. Llama aquí pan a la doctrina de salvación, a la fe en El, o también a su propio cuerpo. Porque todo eso robustece al alma. En otra parte dijo: Si alguno guarda mi doctrina no experimentará la muerte; y los judíos se escandalizaron. Aquí no hicieron lo mismo, quizá porque aún lo respetaban a causa del milagro de los panes que les suministró. Nota bien la diferencia que establece entre este pan y el maná, atendiendo a la finalidad de ambos. Puesto que el maná nada nuevo trajo consigo, Jesús añadió: Vuestros Padres co­mieron el maná en el desierto y murieron. Luego pone todo su empeño en demostrarles que de él han recibido bienes mayores que los que recibieron sus padres, refiriéndose así oscuramente a Moisés y sus admiradores. Por esto, habiendo dicho que quie­nes comieron el maná en el desierto murieron, continuó: El que come de este pan vivirá para siempre. Y no sin motivo puso Aquello de en el desierto, sino para indicar que aquel maná no duró perpetuamente ni llegó hasta la tierra de promisión; pero dice que éste otro pan no es como aquél. Y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo. Tal vez alguno en este punto razonablemente dudando pregun­taría: ¿por qué dijo esto en semejante ocasión? Porque para nada iba a ser de utilidad a los judíos, ni los iba a edificar. Peor aún: iba a dañar a los que ya creían. Pues dice el evan­gelista: Desde aquel momento muchos de los discípulos se volvieron atrás, y dejaron definitivamente su compañía. Y decían: duro es este lenguaje e intolerable. ¿Quién podrá soportarlo? Porque tales cosas sólo se habían de comunicar con los discí­pulos, como advierte Mateo: En privado a sus discípulos se lo declaraba todo.
¿Qué responderemos a esto? ¿Qué utilidad había en ese mo­do de proceder? Pues bien, había utilidad y por cierto muy grande e incluso era necesario. Insistían pidiéndole alimento, pero corporal; y recordando el manjar dado a sus padres, de­cían ser el maná cosa de altísimo precio. Jesús, demostrándoles ser todo eso simples figuras y sombras, y que este otro era el verdadero pan y alimento, les habla del manjar espiritual. In­sistirás alegando que debía haberles dicho: Vuestros padres co­mieron el maná en el desierto, pero Yo os he dado panes. Res­pondo que la diferencia es muy grande, pues esos panes pa­recían cosa mínima, ya que el maná había descendido del cielo, mientras que el milagro de los panes se había verificado en la tierra. De manera que, buscando ellos el alimento bajado del cielo, Jesús les repetía: Yo he venido del Cielo. Y si todavía alguno preguntara: ¿por qué les habló de los sagrados misterios? le responderemos que la ocasión era propicia. Puesto que la oscuridad en las palabras siempre excita al oyente y lo hace más atento, lo conveniente era no escandalizarse, sino preguntar.
Si en realidad creían que era el Profeta, debieron creer en  sus palabras. De modo que nació de su necedad el que se es­candalizaran, pero no de la oscuridad del discurso. Considera por tu parte en qué forma poco a poco va atrayendo a sus dis­cípulos. Porque son ellos los que le dicen: Tú tienes palabras de vida eterna. ¿A quién iremos? Por lo demás aquí se declara El como dador y no el Padre: El pan que Yo daré es mi carne para vida del mundo. No contestaron las turbas igual que los discí­pulos, sino todo al contrario: Intolerable es este lenguaje, dicen. Y por lo mismo se le apartan. Y sin embargo, la doctrina no era nueva ni había cambiado. Ya la había dado a conocer el Bautista cuando a Jesús lo llamó Cordero. Dirás que ellos no lo entendieron. Eso yo lo sé muy bien; pero tampoco los discípulos lo habían entendido. Pues si lo de la resurrección no lo entendían claramente y por tal motivo ignoraban lo que que­ría decir aquello de: Destruid este santuario y en tres días lo levantaré, mucho menos comprendían lo anteriormente di­cho, puesto que era más oscuro.
Sabían bien que los profetas habían resucitado aunque esto no lo dicen claramente las Escrituras; en cambio, que alguien hubiera comido carne humana, ningún profeta lo dijo. Y sin embargo lo obedecían y lo seguían y confesaban que Él tenía palabras de vida eterna. Porque lo propio del discípulo es no inquirir vanamente las sentencias de su Maestro, sino oír y asen­tir y esperar la solución de las dificultades para el tiempo opor­tuno. Tal vez alguien preguntará: entonces ¿por qué sucedió lo contrario y se le apartaron? Sucedió eso por la rudeza de ellos. Pues en cuanto entra en el alma la pregunta: ¿cómo será eso? al mismo tiempo penetra la incredulidad. Así se perturbó Nicodemo al preguntar: ¿Cómo puede el hombre entrar en el vientre de su madre? Y lo mismo se perturban ahora éstos y dicen: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Si inquieres ese cómo ¿por qué no lo investigaste cuando multiplicó los panes, ni dijiste: cómo ha multiplicado los cinco panes y los ha hecho tantos? Fue porque entonces sólo cuidaban de har­tarse y no reflexionaban en el milagro.
Dirás que en ese caso la experiencia enseñó el milagro. Pues bien: precisamente por esa experiencia precedente convenía más fácilmente darle crédito ahora. Para eso echó por delante suceso tan maravilloso, para que enseñados por El, ya no ne­garan su asentimiento a sus palabras. Pero ellos entonces nin­gún provecho sacaron de ellas. Nosotros en cambio disfrutamos del beneficio en su realidad. Por lo cual es necesario que sepa­mos cuál sea el milagro que se verifica en nuestros misterios y por qué se nos han dado y cuál sea su utilidad.
Dice Pablo: Somos un solo cuerpo y miembros de su carne y de sus huesos. Los ya iniciados den crédito a lo dicho. Ahora bien, para que no sólo por la caridad, sino por la realidad misma nos mezclemos con su carne, instituyó los misterios; y así se lleva a cabo, mediante el alimento que nos proporcionó; y por este camino nos mostró en cuán grande amor nuestro arde. Por eso se mezcló con nuestro ser y nos constituyó en un solo cuerpo, para que seamos uno, como un cuerpo unido con su cabeza. Esto es indicio de un ardentísimo amor. Y esto da a entender Job diciendo de sus servidores que en forma tal lo amaban que anhelaban identificarse con su carne y mezclarse a ella, y decían: ¿Quién nos dará de sus carnes para hartar­nos?
Procedió Cristo de esta manera para inducimos a un mayor amor de amistad y para demostrarnos El a su vez su caridad. De modo que a quienes lo anhelaban, no únicamente se les mostró y dio a ver, sino a comer, a tocarlo, a partirlo con los dientes, a identificarse con El; y así sació por completo el deseo de ellos. En consecuencia, tenemos que salir de la mesa sagrada a la manera de leones que respiran fuego, hechos te­rribles a los demonios, pensando en cuál es nuestra cabeza y cuán ardiente caridad nos ha demostrado. Fue como si dijera: Con frecuencia los padres naturales entregan a otros sus hijos para que los alimenten; mas Yo, por el contrario, con mi propia carne los alimento, a Mí mismo me sirvo a la mesa y quiero que todos vosotros seáis nobles y os traigo la buena es­peranza para lo futuro. Porque quien en esta vida se entregó por vosotros, mucho más os favorecerá en la futura. Yo an­helé ser vuestro hermano y por vosotros tomé carne y sangre, común con las vuestras: he aquí que de nuevo os entrego mi carne y mi sangre por las que fui hecho vuestro pariente y con­sanguíneo.
Esta sangre modela en nosotros una imagen regia, llena de frescor; ésta engendra en nosotros una belleza inconcebible y prodigiosa; ésta impide que la nobleza del alma se marchite, cuando con frecuencia la riega y el alma de ella se nutre. Por­que en nosotros la sangre no se engendra directamente del alimento sino que se engendra de otro elemento; en cambio esta otra sangre riega al punto el alma y le confiere gran for­taleza. Esta sangre, dignamente recibida, echa lejos los demo­nios, llama hacia nosotros a los ángeles y al Señor mismo de los ángeles. Huyen los demonios en cuanto ven la sangre del Señor y en cambio acuden presurosos los ángeles. Derramada esta sangre, purifica el universo.
Muchas cosas escribió de esta sangre Pablo en la Carta a los Hebreos, discurriendo acerca de ella. Porque esta sangre puri­ficó el santuario y el Santo de los santos. Pues si tan gran fuer­za y virtud tuvo en figura, en el templo aquel de los hebreos, en medio de Egipto, en los dinteles de las casas rociada, mu­cho mayor la tendrá en su verdad y realidad. Esta sangre consagró el ara y el altar de oro, y sin ella no se atrevían los príncipes de los sacerdotes a entrar en el santuario. Esta san­gre consagraba a los sacerdotes; y en figura aún, limpiaba de los pecados. Pues si en figura tan gran virtud tenía; si la muerte en tal forma se horrorizó ante sola su figura, pregunto yo: ¿cuánto más se horrorizará ante la verdad? Esta sangre es salud de nuestras almas; con ella el alma se purifica, con ella se ador­na, con ella se inflama. Ella torna nuestra mente más brillante que el fuego; ella hace el alma más resplandeciente que el oro; derramada, abrió la senda del cielo. Tremendos en ver­dad son los misterios de la Iglesia: tremendo y escalofriante el altar del sacrificio. Del paraíso brotó una fuente que lan­zaba de si ríos sensibles; pero de esta mesa brota una fuente que lanza torrentes espirituales. Al lado de esta fuente crecen y se alzan no sauces infructuosos, sino árboles cuya cima toca al cielo y produce frutos primaverales que jamás se marchitan. Si alguno arde en sed, acérquese a esta fuente y tiemple aquí su ardor. Porque ella ahuyenta el ardor y refrigera todo lo que esta abrasado y árido: no lo abrasado por los rayos del sol, das lo que han abrasado las saetas encendidas de fuego. Porque ella tiene en los cielos su principio y venero, y desde allá alimentada. Masa de ella abundantes arroyos, lanzados por el Espíritu Santo Parácleto y mi Hijo es medianero; y no abre el cauce vallándolo de un bieldo, sino abriendo nuestros afectos. Esta es fuente de luz que difunde vertientes de verdad. De pie están junto a ella lea Virtudes del cielo, contemplando la belleza de NI alvéolos; porque todas ellos perciben con mayor claridad la fuerza de la sangre que tienen delante y sus inaccesibles eflu­vios. Como si alguien en una masa de oro líquido mete la mano o bien la lengua —si es que tal cosa puede hacerse—al punto la saca cubierta de oro, eso mismo hacen en el alma y mucho mejor los sagrados misterios que en la mesa se en­cuentran dispuestos. Porque hierve ahí y burbujea un río más ardoroso que el fuego, aunque no quema, sino que solamente purifica.
Esta sangre fue prefigurada antiguamente en los altares y sacrificios sangrientos de la ley; y es ella el precio del orbe; es ella con la que Cristo compró su Iglesia; y ella es la que a toda la Iglesia engalana. Como el que compra esclavos da por ellos oro, y si quiere engalanarlos con oro así los engalana, del mismo modo Cristo con su sangre nos compró y con su sangre nos hermosea. Los que de esta sangre participan for­man en el ejército de los ángeles, de los arcángeles y de las Virtudes celestes, con la regia vestidura de Cristo revestidos y con armas espirituales cubiertos.
Pero... ¡ no, nada grande he dicho hasta ahora! Porque en realidad se hallan revestidos del Rey mismo.. Ahora bien, así como el misterio es sublime y admirable, así también, si te acercas con alma pura, te habrás acercado a la salud; pero si te acercas con mala conciencia, te habrás acercado al castigo y al tormento. Porque dice la Escritura: Quien come y bebe en forma indigna del Señor, come y bebe su condenación. Si quienes manchan la púrpura real son castigados como si la hu­bieran destrozado ¿por qué ha de ser admirable que quienes con ánimo inmundo reciben este cuerpo, sufran el mismo cas­tigo que quienes lo traspasaron con clavos?
Observa cuán tremendo castigo nos presenta Pablo: Quien violó la ley de Moisés irremisiblemente es condenado a muerte bajo la deposición de dos o tres testigos. Pues ¿cuánto más duro castigo juzgáis que merecerá el que pisoteó al Hijo de Dios y profanó deliberadamente la sangre de la alianza, con la que fue santificado? Miremos por nosotros mismos, ca­rísimos, pues de tan grandes bienes gozamos; y cuando nos ven­ga gana de decir algo torpe o notemos que nos arrebata la ira u otro afecto desordenado, pensemos en los grandes beneficios que se nos han concedido al recibir al Espíritu Santo.
Este pensamiento moderará nuestras pasiones. ¿Hasta cuán­do estaremos apegados a las cosas presentes? ¿hasta cuándo despertaremos? ¿hasta cuándo habremos de olvidar totalmente nuestra salvación? Recordemos lo que Dios nos ha concedido, démosle gracias, glorifiquémoslo no solamente con la fe sino además con las obras, para que así consigamos los bienes fu­turos, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual sea la gloria, juntamente con el Padre y, el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos.—Amén.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Explicación del Evangelio de San Juan, Editorial Tradición, México, 981,pp.15 –23)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Vistas de página en total

contador

Free counters!