martes, 14 de agosto de 2012

Asunción de la Virgen - Mons. Antonio Marino

La  mujer vestida de sol”
(Ap 12,1)

“La criatura más alta después de Dios”- Corona de sus privilegios - Asociada a Cristo - Imagen gloriosa de la Iglesia peregrina - “Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos”

Homilía en la solemnidad de la Asunción de la Virgen María

Mar del Plata, Parroquia de la Asunción
15 de agosto de 2011


I. “La criatura más alta después de Dios”
“Un gran signo apareció en el cielo: una mujer, vestida de sol, y la luna bajo sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas” (Ap 12,1). Estas palabras de Juan, el Vidente del Apocalipsis, sirven de introducción al gozo de este día.
Para poder expresarlo como es debido, habría que pedir en préstamo el corazón y los labios de los Santos Padres de la Iglesia de oriente y de occidente. Desearíamos ahora convertirnos en puro eco de la alabanza  incomparable que la voz de la Tradición eclesial ha entonado, a lo largo de los siglos, en honor del triunfo de la Madre de Dios. Pretendemos la armonía con el amor que le profesa el pueblo cristiano, la concordia con el coro de los ángeles, y de los redimidos del cielo y de la tierra, pues en comunión con ellos la admiramos “como la criatura más alta después de Dios” [1].
En esta Eucaristía nos asociamos a la gloria de aquella a la que confesamos como “la Inmaculada Madre de Dios, la siempre Virgen María, (quien) cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial” [2].
Celebramos su pascua personal, la corona de todos sus privilegios de gracia. La contemplamos plenamente asociada a su Hijo Jesucristo en su triunfo sobre el pecado y sobre la muerte. Extasiados en su gloria imperecedera, nos miramos en ella como en un espejo sin mancha, para descubrir allí nuestra identidad profunda: ser la Iglesia querida por Cristo, su mística esposa, madre de los hombres con vocación de cielo.
Contemplamos un misterio de infinita alegría. Hoy vale más admirar que discurrir, amar y cantar más que razonar. Nos ayudan las elevaciones de los místicos y las intuiciones de los poetas, el estremecimiento del arte y la belleza del canto. Nuestras reflexiones sólo balbucean.
Pero la caridad pastoral nos lleva a poner un poco de orden en nuestra contemplación y en nuestro gozo, y para ello fijamos nuestra mirada en algunos aspectos de su misterio.

II. Corona de sus privilegios
En su condición de intérprete fiel y autorizado del depósito de la Revelación, conservado en la Tradición de la Iglesia como tesoro y alimento, el Papa Pío XII, al definir el dogma destaca la íntima conexión de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos, con sus otros privilegios de gracia. El sujeto de la definición es por eso “la Inmaculada Madre de Dios, la siempre Virgen María”.
De este modo, la Asunción aparece como corona de todos los otros signos de predilección con que el amor del Padre quiso colmarla, como a su hija predilecta. Estos giran en torno a su misión de Madre de aquel que es Dios y Redentor del género humano. En efecto, es en orden a albergar al Altísimo en persona, como digno templo y Arca de la Nueva Alianza, que la gracia envuelve su existencia desde el primer instante, haciéndola inmaculada. Es para convertirla en signo de la divinidad de su propio Hijo, al que engendra según la carne, y en señal de la gratuidad de la salvación, que el Espíritu Santo la volvió virginalmente fecunda, sin concurso de varón.
La glorificación corporal aparecerá también en su íntima conexión con la exención del desorden de la concupiscencia y en armonía con la permanencia del signo de su virginidad. Lo cual equivale a afirmar la redundancia y transparencia en la carne de las realidades escatológicas y sobrenaturales.
Oigamos a San Juan Damasceno en su contemplación sobre el misterio: “Convenía que aquella que en el parto había conservado intacta su virginidad conservara su cuerpo también después de la muerte libre de la corrupción. Convenía que aquella que había llevado al Creador como un niño en su seno tuviera después su mansión en el cielo. Convenía que la esposa que el Padre había desposado habitara en el tálamo celestial. Convenía que aquella que había visto a su Hijo en la cruz y cuya alma había sido atravesada por la espada del dolor, del que se había visto libre en el momento del parto, lo contemplara sentado a la derecha del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera venerada por toda criatura como Madre y esclava de Dios”[3].

III. Asociada a Cristo
Todos sus privilegios de gracia constituyen, en última instancia, la expresión de su privilegio fundamental: ella es la mujer asociada, a título de Madre y como nueva Eva, a la obra redentora de su Hijo, con quien estará íntimamente vinculada en plena disponibilidad de alma y cuerpo.
Así nos la muestra la Escritura. Desde su consentimiento pronunciado en la anunciación, ella se ha hecho “una sola carne” con su Hijo. Madre del Verbo y su mística esposa, mantendrá fielmente su consentimiento hasta la cruz, manifestándose como su perfecta seguidora y discípula, precediendo a la Iglesia “en la peregrinación de la fe” (LG 58). Este vínculo se perpetúa ahora en la gloria del cielo, al compartir con su Hijo la plena victoria sobre la muerte.
Como nos enseña el Concilio Vaticano II: “Pues asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que aún peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada” (LG 62).
Por eso, con palabras tomadas de la liturgia romana primitiva, exclamamos: “Digna de veneración es, Señor, para nosotros la solemnidad de este día, en que la santa Madre de Dios pasó la muerte temporal; más no pudo ser apresada con las ataduras de la muerte la que de sí engendró en carne humana a tu Hijo, Señor nuestro” [4].
Sabemos que al morir y resucitar, Jesucristo ha transformado nuestra muerte y ha vencido su poder. Después de Cristo, nadie como ella podrá exclamar: “¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?” (1Cor 15,55).

IV. Imagen gloriosa de la Iglesia peregrina
En la visión del capítulo 12 del Apocalipsis, el autor sagrado contempla el signo glorioso de la Mujer, contrapuesto al signo infernal del Dragón. Perseguida por éste, “la Mujer huyó al desierto, donde Dios le había preparado un refugio” (Ap 12,6).
Muchos son los indicios que nos hacen percibir resonancias entre esta Mujer y Eva[5], así como trae ecos de la figura de Israel presentada como madre (Is 66,7-15) y convertida en la Iglesia del Nuevo Testamento que alumbra al Mesías. Eva, Israel y la Iglesia, están asociadas a la misma misión de engendrar al descendiente que debía quebrantar la cabeza de la serpiente. Pero, en definitiva, es en María donde esta misión se cumple en plenitud.
El Concilio nos ha presentado esta dimensión eclesial de su Asunción gloriosa: “Mientras tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que, glorificada ya en los cielos en cuerpo y en alma, es imagen y principio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura, así en la tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor” (LG 68). Son estas mismas palabras las que pronto escucharemos convertidas en oración, en el solemne Prefacio de la Plegaria eucarística.

V. “Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos”
Muy queridos hermanos, esta solemnidad coincide con la celebración de las fiestas patronales de esta parroquia. Agradezco al cura párroco, Padre Marcelo Panebianco, su invitación a presidir la Eucaristía en este día tan significativo, que nos ayuda a tomar conciencia más viva de nuestra identidad y de nuestra misión como comunidad de discípulos de Cristo y pregoneros de su Evangelio.
Celebrar las fiestas patronales implica siempre la voluntad de renovarnos en nuestra capacidad para llevar a otros la riqueza que tenemos: Jesucristo, Camino, Verdad y Vida para todos los hombres. Hoy no basta atender cordialmente a los fieles que se acercan. Es preciso, además, tomar iniciativas por las cuales procuremos llegar a quienes no se han encontrado aún con el Hijo de la Virgen. Pensamos en aquellos cuya fe se fue enfriando, o bien, en quienes sobrellevan el peso de la vida en sus variadas formas. Debemos convertirnos en Iglesia misionera.
Nosotros no podemos separar el culto a Dios del compromiso por un mundo nuevo, más conforme con su voluntad, más digno del hombre y de Dios. No podemos cantar nuestro entusiasmo y nuestra alabanza a la Virgen gloriosa, si nos desentendemos del cuidado fraterno y solidario de cada uno de sus hijos.
Nuestra mirada puesta en la Virgen, a quien reconocemos como la más alta Reina, nos lleva a descubrir que ella ha sido en su vida terrena, y sigue siendo desde la gloria del cielo, la más humilde servidora. Al contemplarla en su esplendor sacamos una enseñanza: nuestra misión en el mundo es espiritualmente idéntica a la suya y consiste en traer a Jesucristo a este mundo; hacer que nazca en los corazones de los hombres por obra del mismo Espíritu que a ella la volvió fecunda.
En estos términos se expresaba el Concilio Vaticano II: “Mientas la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos (…). Por eso también la Iglesia, en su labor apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los fieles. La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres” (LG 65).
En nuestros días la misión apostólica de la Iglesia asume la responsabilidad de remar en sentido contrario a las modas culturales del momento. El papa Benedicto XVI ha insistido en especial en la necesidad de proponer lo que llama los principios no negociables: el respeto irrestricto por la vida en todas sus etapas, desde su concepción hasta su término natural; la familia fundada en el matrimonio, como unión estable entre un varón y una mujer, abierta a la vida y a la educación de los hijos; el derecho de los padres a que sus hijos no sean educados según una mentalidad contraria a sus principios morales; y la promoción del bien común de la sociedad según las enseñanzas de la doctrina social de la Iglesia.
 Si deseamos honrar a nuestra Madre, renovemos hoy el propósito de hacer presente en nuestra vida el Reino de su Hijo, en el fragmento de mundo que la Providencia nos ha otorgado, como escenario donde se continúa la lucha entre Jesús y el Príncipe de este mundo, entre la Mujer y el Dragón, entre Miguel con sus ángeles y el Demonio con los espíritus del mal. Y con fe viva digamos: Virgen gloriosa, Madre de Dios y Madre nuestra, una vez más te pedimos: “vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre”.
  
+ Antonio Marino
Obispo de Mar del Plata



Notas
[1] San Pedro Damián (+ 1072), Himno Gaudium mundi: “praelatam … unam  post Deitatem”.
[2] Pío XII, Munificentissimus Deus.
[3] San Juan Damasceno, Homilía I in dormitionem (PG 96, 716 ss.).
[4] Sacramentarium Gregorianum, oración Veneranda.
[5] Cf Gn 3,13.15-16 y Ap 12,9.13.17.2. Ver también Jn 2,4; 19,26.

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