sábado, 28 de julio de 2012

Domingo XVII (ciclo b) Mons. Castagna

Mons. Domingo S. Castagna
Arzobispo Emérito de Corrientes

29 de julio de 2012
Juan 6, 1-15

          Poco para muchos. El acontecimiento relatado por el evangelista San Juan contiene una riqueza difícil de agotar. Jesús, coherente con sus sentimientos de compasión hacia la muchedumbre que acude a Él, expresa su preocupación de ofrecerle alimento.  Aquellas personas vienen de lejos y de diversos lugares. Como si lo presintiera, Andrés acerca una solución aparentemente ingenua: “Aquí hay un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pescados, pero ¿qué es esto para tanta gente?” (Juan 6, 9). Él mismo advierte la insuficiencia de aquel pobre pan de pastores. No obstante ése es el pan y el pescado que Jesús elige y multiplica. El milagro se refiere no a la calidad sino a la cantidad. La muchedumbre se sacia de ese humilde pan de cebada, confeccionado con la harina más barata y pobre. El Señor no lo cambia, lo multiplica haciendo que todos lo compartan. Por ese motivo considera preciosas las sobras: “Recojan los pedazos que sobran, para que no se pierda nada” (Juan 6, 12). Es oportuno preguntarse por qué esa misteriosa disposición. ¿Qué significa lo que sobra? Es la memoria activa de un acontecimiento que trasciende la satisfacción del hambre transitoria. Esa muchedumbre sigue a Jesús por donde va, sin importarle llevar una vianda para el camino. Busca en Él la “Palabra de Vida”, quiere saciar su hambre y su sed con lo que de verdad importa. Lo demás es una añadidura que finalmente puede lograrse, hasta mediante un milagro.
          El hambre de Dios de los ateos. Estamos entretenidos en la “añadidura” y perdemos, asfixiados por la frivolidad de la vida en superficie, aquello que necesitamos de verdad para satisfacer nuestros anhelos de vida, que nacen de Dios y pugnan por volvernos a Dios. Hasta los ateos perciben su necesidad de trascendencia y claman ocultamente por el Dios que pretenden negar. Difícil encrucijada, sobre todo cuando la muerte aparece en el horizonte como inevitable final de la vida temporal. La compasión de Jesús se refiere a la humanidad de tantos seres que viven extraviados “como ovejas sin Pastor”. Primordialmente a quienes, por rebeldes y contumaces,  insisten en no reconocer la presencia misericordiosa de Dios y se niegan a volver a Él. La declaración de Jesús, ante los fariseos que lo criticaban por compartir la mesa con los clasificados “pecadores”, es directa y clara: “No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mateo 9, 12-13).
           Predilectos de la misericordia. Los más alejados de Dios, por la práctica y confesión de incredulidad o abierto ateismo, son los predilectos de su acción misericordiosa, por causa de la necesidad que tienen de Él. El más herido de los hijos atrae la delicada atención de la madre. A simple vista parece discriminatorio el esmero materno en favor del enfermo o herido, pero, no es así. Dios es un Padre Bueno. La compasión que manifiesta Jesús expresa, con el gesto humano más entrañable, el amor de Dios por los hombres, inamables por causa del pecado. Siguiendo el consejo de San Pablo: “Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Romanos 1, 5), es preciso adoptar la compasión de Jesús como el visor que nos permita mirar a los hombres como Dios los ve. ¡Qué distantes estamos de esa urgente adopción! Para ello, el mismo Señor se propone como Modelo: “Aprendan de mi que soy manso y humilde de corazón”. No existe una auténtica compasión sin esa personal condición virtuosa. Sin caer en la ingenuidad de negar los hechos, debemos - los creyentes - dejar tendido el puente de la compasión entre el mundo y Dios.
          Compartir, signo de fraternidad. Jesús advierte la necesidad que todos tienen de Él. La multiplicación de los panes y peces, relatada por San Juan, se cumple al compartir lo que un joven pastor ofrece y Jesús hace que alcance para todos. Así aparece en el texto evangélico. ¿No será ése el camino que los hombres debamos transitar para iniciar la verdadera era de paz y convivencia? Jesús entre ellos, su palabra atractiva y su gesto llano. Basta estar con Él para que se establezcan entre nosotros lazos fraternales. Compartir el alimento es signo de fraternidad, que nace de la compasión de Jesús, el Pastor que reconduce a los hijos dispersos a la unidad familiar, hasta entonces imposible. El medio o instrumento para lograrlo, y que atrae la atención de Jesús, es un pastorcito que ofrece cinco panes de cebada y dos pescados: “Aquí hay un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pescados…” (Juan 6, 9). Cristo es autor de esa unidad familiar y se vale de casi nada, desechando la importancia de otros elementos, mejor cotizados por el mundo.

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