sábado, 7 de julio de 2012

Domingo XIV (ciclo b) Mons. Castagna

Domingo XIV durante el año

8 de julio de 2012
Marcos 6, 1-6a
          Jesús visto por sus coetáneos. ¿Quién es Jesús para sus comarcanos y vecinos? Ellos mismos se lo preguntan, sorprendidos por lo que ven y oyen: “…la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: ¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano (pariente) de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros? Y Jesús era para ellos un motivo de escándalo” (Marcos 6, 2-3). Es más asombroso aún que Dios haya elegido descender hasta la condición humana e inspirar un nuevo modo de ver la realidad: la fe. Los que lo observan necesitan la gracia de trascender lo que ven y descubrir - en Él - al Dios “abajado” o “anonadado” para que por lo visible y ordinario los hombres logren acceder al conocimiento del Dios invisible y humanamente intangible. Dios se hizo uno de nosotros - Hombre verdadero - para recuperarnos de nuestro despiste existencial y volvernos a Él.
          Dios elige lo ordinario para mostrarse. Por buscar lo extraordinario se pierde la perspectiva de lo común y ordinario donde Dios se mueve entre los hombres. Para encontrarse con Dios, el Padre y Creador, es preciso introducirse donde Él está y permanecer allí. Jesús es el Dios que asume la misma ordinariez de la vida humana y traza, desde allí, el sendero a la auténtica perfección personal: la santidad. Al identificar a Cristo como “Dios entre los hombres” (Emanuel) la Escritura revela ese misterioso comportamiento de Dios. Elige lo pequeño para realizar grandes cosas, se hace diminuto - como todo ser concebido en el seno materno - para que los hombres experimenten su cercanía conmovedora de Dios. Para quienes lo vieron crecer Jesús no es más que el carpintero, hijo de María. No entienden que pueda ser más, como un profeta, y menos aún el Mesías. Pero, lo es. Pedro lo reconoce cuando afirma, ante sus hermanos Apóstoles: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mateo 16, 16). No es de su invención y nadie se lo ha enseñado. Pedro es el pobre que se deja enseñar por Dios: “Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te la ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo” (ibídem nº 17).
          La reconciliación con Dios garantiza la paz. Los intentos de relacionarse con Dios por senderos extraordinarios terminan en un rotundo fracaso. Dios elige la pobreza y la humildad como ámbito existencial para hacerse conocer y para entablar con los hombres la amistad que el pecado había hecho añicos. De esa esencial reconciliación con Dios se deriva la posibilidad de una auténtica reconciliación entre las personas y los pueblos. Echando una simple mirada al comportamiento social instalado entre nuestros conciudadanos podemos señalar, con bastante exactitud, dónde está la causa del desencuentro irreconciliable, del odio, de la violencia y de la guerra. El segundo mandamiento, que comprende el amor a los “semejantes”, no llega a su perfección si no se cumple el primero: “amar a Dios sobre todo y todos”. Para ingresar en ese amplio espacio de relaciones interpersonales, se precisa la fe. La paz social, anhelada por la población, es atacada por la delincuencia criminal e irresponsablemente desatendida por el Estado. Se vienen produciendo hechos de una creciente gravedad e impunidad. Desde la fe aparece la única respuesta válida: Jesucristo.
          El poder de la gracia de Cristo. Es preciso distanciarse de la incredulidad que aqueja a los convecinos de Jesús y no confundir su verdadera identidad a causa de su humilde cercanía a nuestra condición de pecadores. Ha tomado nuestra naturaleza humana, la ha hecho propia, pero no ha abandonado la suya divina, gracias a la cual nos redime y libra del pecado y de la muerte. Los cristianos confiamos en el poder de su gracia y corresponde que actuemos con la seguridad que nos inspira. De esa manera el mal puede ser vencido y nuestra original naturaleza, no contaminada por el pecado, es recuperada.

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