domingo, 17 de junio de 2012

Estar bautizados quiere decir estar unidos a Dios - Benedicto XVI

ASAMBLEA ECLESIAL
DE LA DIÓCESIS DE ROMA

"LECTIO DIVINA"
 DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
Basílica de San Juan de Letrán
Lunes 11 de junio de 2012

Eminencia,
queridos hermanos en el sacerdocio y en el episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

          Para mí es una gran alegría estar aquí, en la catedral de Roma con los representantes de mi diócesis, y agradezco de corazón al cardenal vicario sus buenas palabras.
          Hemos escuchado que las últimas palabras del Señor a sus discípulos en esta tierra fueron: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). Haced discípulos y bautizad. ¿Por qué a los discípulos no les basta conocer las doctrinas de Jesús, conocer los valores cristianos? ¿Por qué es necesario estar bautizados? Este es el tema de nuestra reflexión, para comprender la realidad, la profundidad del sacramento del Bautismo.
          Una primera puerta se abre si leemos atentamente estas palabras del Señor. La elección de la palabra «en el nombre del Padre» en el texto griego es muy importante: el Señor dice «eis» y no «en», es decir, no «en nombre» de la Trinidad, como nosotros decimos que un viceprefecto habla «en nombre» del prefecto, o un embajador habla «en nombre» del Gobierno. No; dice: «eis to onoma», o sea, una inmersión en el nombre de la Trinidad, ser insertados en el nombre de la Trinidad, una inter-penetración del ser de Dios y de nuestro ser, un ser inmerso en el Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, como en el matrimonio, por ejemplo, dos personas llegan a ser una carne, convirtiéndose en una nueva y única realidad, con un nuevo y único nombre. 
          El Señor, en su conversación con los saduceos sobre la resurrección, nos ha ayudado a comprender aún mejor esta realidad. Los saduceos, del canon del Antiguo Testamento, reconocían sólo los cinco libros de Moisés, y en ellos no aparece la resurrección; por eso la negaban. El Señor, partiendo precisamente de estos cinco libros, demuestra la realidad de la resurrección y dice: ¿No sabéis que Dios se llama Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob? (cf. Mt 22, 31-32). Así pues, Dios toma a estos tres y precisamente en su nombre se convierten en el nombre de Dios. Para comprender quién es este Dios se deben ver estas personas que se han convertido en el nombre de Dios, en un nombre de Dios: están inmersas en Dios. Así vemos que quien está en el nombre de Dios, quien está inmerso en Dios, está vivo, porque Dios —dice el Señor— no es un Dios de muertos, sino de vivos; y si es Dios de estos, es Dios de vivos; los vivos están vivos porque están en la memoria, en la vida de Dios. Y precisamente esto sucede con nuestro Bautismo: somos insertados en el nombre de Dios, de forma que pertenecemos a este nombre y su nombre se transforma en nuestro nombre, y también nosotros, con nuestro testimonio —como los tres del Antiguo Testamento—, podremos ser testigos de Dios, signo de quién es este Dios, nombre de este Dios.
          Por tanto, estar bautizados quiere decir estar unidos a Dios; en una existencia única y nueva pertenecemos a Dios, estamos inmersos en Dios mismo. Pensando en esto, podemos ver inmediatamente algunas consecuencias.
          La primera es que para nosotros Dios ya no es un Dios muy lejano, no es una realidad para discutir —si existe o no existe—, sino que nosotros estamos en Dios y Dios está en nosotros. La prioridad, la centralidad de Dios en nuestra vida es una primera consecuencia del Bautismo. A la pregunta: «¿Existe Dios?», la respuesta es: «Existe y está con nosotros; es fundamental en nuestra vida esta cercanía de Dios, este estar en Dios mismo, que no es una estrella lejana, sino el ambiente de mi vida». Esta sería la primera consecuencia y, por tanto, debería decirnos que nosotros mismos debemos tener en cuenta esta presencia de Dios, vivir realmente en su presencia.
          Una segunda consecuencia de lo que he dicho es que nosotros no nos hacemos cristianos. Llegar a ser cristiano no es algo que deriva de una decisión mía: «Yo ahora me hago cristiano». Ciertamente, también mi decisión es necesaria, pero es sobre todo una acción de Dios conmigo: no soy yo quien me hago cristiano, yo soy asumido por Dios, tomado de la mano por Dios y, así, diciendo «sí» a esta acción de Dios, llego a ser cristiano. Llegar a ser cristianos, en cierto sentido, es pasivo: yo no me hago cristiano, sino que Dios me hace un hombre suyo, Dios me toma de la mano y realiza mi vida en una nueva dimensión. Como yo no me doy la vida, sino que la vida me es dada; nací no porque yo me hice hombre, sino que nací porque me fue dado el ser humano. Así también el ser cristiano me es dado, es un pasivo para mí, que se transforma en un activo en nuestra vida, en mi vida. Y este hecho del pasivo, de no hacerse cristianos por sí mismos, sino de ser hechos cristianos por Dios, implica ya un poco el misterio de la cruz: sólo puedo ser cristiano muriendo a mi egoísmo, saliendo de mí mismo.
          Un tercer elemento que destaca de inmediato en esta visión es que, naturalmente, al estar inmerso en Dios, estoy unido a los hermanos y a las hermanas, porque todos los demás están en Dios, y si yo soy sacado de mi aislamiento, si estoy inmerso en Dios, estoy inmerso en la comunión con los demás. Ser bautizados nunca es un acto «mío» solitario, sino que siempre es necesariamente un estar unido con todos los demás, un estar en unidad y solidaridad con todo el Cuerpo de Cristo, con toda la comunidad de sus hermanos y hermanas. Este hecho de que el Bautismo me inserta en comunidad rompe mi aislamiento. Debemos tenerlo presente en nuestro ser cristianos.
          Y, por último, volvamos a las palabras de Cristo a los saduceos: «Dios es el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob» (cf. Mt 22, 32); por consiguiente, estos no están muertos; si son de Dios están vivos. Quiere decir que con el Bautismo, con la inmersión en el nombre de Dios, también nosotros ya estamos inmersos en la vida inmortal, estamos vivos para siempre. Con otras palabras, el Bautismo es una primera etapa de la Resurrección: inmersos en Dios, ya estamos inmersos en la vida indestructible, comienza la Resurrección. Como Abrahán, Isaac y Jacob por ser «nombre de Dios» están vivos, así también nosotros, insertados en el nombre de Dios, estamos vivos en la vida inmortal. El Bautismo es el primer paso de la Resurrección, es entrar en la vida indestructible de Dios.
          Así, en un primer momento, con la fórmula bautismal de san Mateo, con las últimas palabras de Cristo, ya hemos visto un poco lo esencial del Bautismo. Ahora veamos el rito sacramental, para poder comprender aún más precisamente qué es el Bautismo.
          Este rito, como el rito de casi todos los sacramentos, se compone de dos elementos: materia —agua— y palabra. Esto es muy importante. El cristianismo no es algo puramente espiritual, algo solamente subjetivo, del sentimiento, de la voluntad, de ideas, sino que es una realidad cósmica. Dios es el Creador de toda la materia, la materia entra en el cristianismo, y sólo somos cristianos en este gran contexto de materia y espíritu juntos. Por consiguiente, es muy importante que la materia forme parte de nuestra fe, que el cuerpo forme parte de nuestra fe; la fe no es puramente espiritual, sino que Dios nos inserta así en toda la realidad del cosmos y transforma el cosmos, lo atrae hacia sí. Y con este elemento material —el agua— no sólo entra un elemento fundamental del cosmos, una materia fundamental creada por Dios, sino también todo el simbolismo de las religiones, porque en todas las religiones el agua tiene un significado. El camino de las religiones, esta búsqueda de Dios de diversas maneras —también equivocadas, pero siempre búsqueda de Dios— es asumida en el Sacramento. Las otras religiones, con su camino hacia Dios, están presentes, son asumidas, y así se hace la síntesis del mundo; toda la búsqueda de Dios que se expresa en los símbolos de las religiones, y sobre todo —naturalmente— el simbolismo del Antiguo Testamento, que así, con todas sus experiencias de salvación y de bondad de Dios, se hace presente. Volveremos sobre este punto.
          El otro elemento es la palabra, y esta palabra se presenta en tres elementos: renuncias, promesas e invocaciones. Es importante, por tanto, que estas palabras no sean sólo palabras, sino también camino de vida. En ellas se realiza una decisión; en estas palabras está presente todo nuestro camino bautismal, tanto el pre-bautismal como el post-bautismal; por consiguiente, con estas palabras, y también con los símbolos, el Bautismo se extiende a toda nuestra vida. Esta realidad de las promesas, de las renuncias y de las invocaciones es una realidad que dura toda nuestra vida, porque siempre estamos en camino bautismal, en camino catecumenal, a través de estas palabras y de la realización de estas palabras. El sacramento del Bautismo no es un acto de «ahora», sino una realidad de toda nuestra vida, es un camino de toda nuestra vida. En realidad, detrás está también la doctrina de los dos caminos, que era fundamental en el primer cristianismo: un camino al que decimos «no» y un camino al que decimos «sí».
          Comencemos por la primera parte, las renuncias. Son tres y tomo ante todo la segunda: «¿Renunciáis a todas las seducciones del mal para que no domine en vosotros el pecado?». ¿Qué son estas seducciones del mal? En la Iglesia antigua, e incluso durante siglos, aquí se decía: «¿Renunciáis a la pompa del diablo?», y hoy sabemos qué se entendía con esta expresión «pompa del diablo». La pompa del diablo eran sobre todo los grandes espectáculos sangrientos, en los que la crueldad se transforma en diversión, en los que matar hombres se convierte en un espectáculo: la vida y la muerte de un hombre transformadas en espectáculo. Estos espectáculos sangrientos, esta diversión del mal es la «pompa del diablo», donde se presenta con aparente belleza y, en realidad, se muestra con toda su crueldad. Pero más allá de este significado inmediato de la expresión «pompa del diablo», se quería hablar de un tipo de cultura, de una way of life, de un estilo de vida, en el que no cuenta la verdad sino la apariencia, no se busca la verdad sino el efecto, la sensación, y, bajo el pretexto de la verdad, en realidad se destruyen hombres, se quiere destruir y considerarse sólo a sí mismos vencedores. Por lo tanto, esta renuncia era muy real: era la renuncia a un tipo de cultura que es una anticultura, contra Cristo y contra Dios. Se optaba contra una cultura que, en el Evangelio de san Juan, se llama «kosmos houtos», «este mundo». Con «este mundo», naturalmente, Juan y Jesús no hablan de la creación de Dios, del hombre como tal, sino que hablan de una cierta criatura que es dominante y se impone como si fuera  este  el mundo, y como si fuera este el estilo de vida que se impone. Dejo ahora a cada uno de vosotros reflexionar sobre esta «pompa del diablo», sobre esta cultura a la que decimos «no». Estar bautizados significa sustancialmente emanciparse, liberarse de esta cultura. También hoy conocemos un tipo di cultura en la que no cuenta la verdad; aunque aparentemente se quiere hacer aparecer toda la verdad, cuenta sólo la sensación y el espíritu de calumnia y de destrucción. Una cultura que no busca el bien, cuyo moralismo es, en realidad, una máscara para confundir, para crear confusión y destrucción. Contra esta cultura, en la que la mentira se presenta con el disfraz de la verdad y de la información, contra esta cultura que busca sólo el bienestar material y niega a Dios, decimos «no». También por muchos Salmos conocemos bien este contraste de una cultura en la cual uno parece intocable por todos los males del mundo, se pone sobre todos, sobre Dios, mientras que, en realidad, es una cultura del mal, un dominio del mal. Y así, la decisión del Bautismo, esta parte del camino catecumenal que dura toda nuestra vida, es precisamente este «no», dicho y realizado de nuevo cada día, incluso con los sacrificios que cuesta oponerse a la cultura que domina en muchas partes, aunque se impusiera como si fuera el mundo, este mundo: no es verdad. Y también hay muchos que desean realmente la verdad.
          Así pasamos a la primera renuncia: «¿Renunciáis al pecado para vivir en la libertad de los hijos de Dios?». Hoy libertad y vida cristiana, observancia de los mandamientos de Dios, van en direcciones opuestas; ser cristianos sería una especie de esclavitud; libertad es emanciparse de la fe cristiana, emanciparse —en definitiva— de Dios. La palabra pecado a muchos les parece casi ridícula, porque dicen: «¿Cómo? A Dios no podemos ofenderlo. Dios es tan grande... ¿Qué le importa a Dios si cometo un pequeño error? No podemos ofender a Dios; su interés es demasiado grande para que lo podamos ofender nosotros». Parece verdad, pero no lo es. Dios se hizo vulnerable. En Cristo crucificado vemos que Dios se hizo vulnerable, se hizo vulnerable hasta la muerte. Dios se interesa por nosotros porque nos ama y el amor de Dios es vulnerabilidad, el amor de Dios es interés por el hombre, el amor de Dios quiere decir que nuestra primera preocupación debe ser no herir, no destruir su amor, no hacer nada contra su amor, porque de lo contrario vivimos también contra nosotros mismos y contra nuestra libertad. Y, en realidad, esta aparente libertad en la emancipación de Dios se transforma inmediatamente en esclavitud de tantas dictaduras de nuestro tiempo, que se deben acatar para ser considerados a la altura de nuestro tiempo.
          Y, por último: «¿Renunciáis a Satanás?». Esto nos dice que hay un «sí» a Dios y un «no» al poder del Maligno, que coordina todas estas actividades y quiere ser dios de este mundo, como dice también san Juan. Pero no es Dios, es sólo el adversario, y nosotros no nos sometemos a su poder; nosotros decimos «no» porque decimos «sí», un «sí» fundamental, el «sí» del amor y de la verdad. Estas tres renuncias, en el rito del Bautismo, antiguamente iban acompañadas de tres inmersiones: inmersión en el agua como símbolo de la muerte, de un «no» que realmente es la muerte de un tipo de vida y resurrección a otra vida. Volveremos sobre esto. Luego viene la profesión de fe en tres preguntas: «¿Creéis en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra?; ¿Creéis en Jesucristo? y, por último, ¿Creéis en el Espíritu Santo y en la santa Iglesia?». Esta fórmula, estas tres partes, se han desarrollado a partir de las palabras del Señor: «bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»; estas palabras se han concretado y profundizado: ¿qué quiere decir Padre?, ¿qué quiere decir Hijo —toda la fe en Cristo, toda la realidad del Dios que se hizo hombre— y qué quiere decir creer que hemos sido bautizados en el Espíritu Santo, es decir, toda la acción de Dios en la historia, en la Iglesia, en la comunión de los santos? Así, la fórmula positiva del Bautismo también es un diálogo: no es simplemente una fórmula. Sobre todo la profesión de la fe no es sólo algo para comprender, algo intelectual, algo para memorizar —ciertamente, también es esto—; toca también el intelecto, toca también nuestro vivir, sobre todo. Y esto me parece muy importante. No es algo intelectual, una pura fórmula. Es un diálogo de Dios con nosotros, una acción de Dios con nosotros, y una respuesta nuestra; es un camino. La verdad de Cristo sólo se puede comprender si se ha comprendido su camino. Sólo si aceptamos a Cristo como camino comenzamos realmente a estar en el camino de Cristo y podemos también comprender la verdad de Cristo. La verdad que no se vive no se abre; sólo la verdad vivida, la verdad aceptada como estilo de vida, como camino, se abre también como verdad en toda su riqueza y profundidad. Así pues, esta fórmula es un camino, es expresión de nuestra conversión, de una acción de Dios. Y nosotros queremos realmente tener presente también en toda nuestra vida que estamos en comunión de camino con Dios, con Cristo. Y así estamos en comunión con la verdad: viviendo la verdad, la verdad se transforma en vida, y viviendo esta vida encontramos también la verdad.
          Pasemos ahora al elemento material: el agua. Es muy importante ver dos significados del agua. Por una parte, el agua hace pensar en el mar, sobre todo en el mar Rojo, en la muerte en el mar Rojo. En el mar se representa la fuerza de la muerte, la necesidad de morir para llegar a una nueva vida. Esto me parece muy importante. El Bautismo no es sólo una ceremonia, un ritual introducido hace tiempo; y tampoco es sólo un baño, una operación cosmética. Es mucho más que un baño: es muerte y vida, es muerte de una cierta existencia, y renacimiento, resurrección a nueva vida. Esta es la profundidad del ser cristiano: no sólo es algo que se añade, sino un nuevo nacimiento. Después de atravesar el mar Rojo, somos nuevos. Así, el mar, en todas las experiencias del Antiguo Testamento, se ha convertido para los cristianos en símbolo de la cruz. Porque sólo a través de la muerte, una renuncia radical en la que se muere a cierto estilo de vida, puede realizarse el renacimiento y puede haber realmente una vida nueva. Esta es una parte del simbolismo del agua: simboliza —sobre todo con las inmersiones de la antigüedad— el mar Rojo, la muerte, la cruz. Sólo por la cruz se llega a la nueva vida y esto se realiza cada día. Sin esta muerte siempre renovada no podemos renovar la verdadera vitalidad de la nueva vida de Cristo.
          Pero el otro símbolo es el de la fuente. El agua es origen de toda la vida. Además del simbolismo de la muerte, tiene también el simbolismo de la nueva vida. Toda vida viene también del agua, del agua que brota de Cristo como la verdadera vida nueva que nos acompaña a la eternidad.
          Al final permanece la cuestión —la comento brevemente— del Bautismo de los niños. ¿Es justo hacerlo, o sería más necesario hacer primero el camino catecumenal para llegar a un Bautismo verdaderamente realizado? Y la otra cuestión que se plantea siempre es: «¿Podemos nosotros imponer a un niño qué religión quiere vivir, o no? ¿No debemos dejar a ese niño la decisión?». Estas preguntas muestran que ya no vemos en la fe cristiana la vida nueva, la verdadera vida, sino que vemos una opción entre otras, incluso un peso que no se debería imponer sin haber obtenido el asentimiento del sujeto. La realidad es diversa. La vida misma se nos da sin que podamos nosotros elegir si queremos vivir o no; a nadie se le puede preguntar: «¿quieres nacer, o no?». La vida misma se nos da necesariamente sin consentimiento previo; se nos da así y no podemos decidir antes «sí o no, quiero vivir o no». Y, en realidad, la verdadera pregunta es: «¿Es justo dar vida en este mundo sin haber obtenido el consentimiento: quieres vivir o no? ¿Se puede realmente anticipar la vida, dar la vida sin que el sujeto haya tenido la posibilidad de decidir?». Yo diría: sólo es posible y es justo si, con la vida, podemos dar también la garantía de que la vida, con todos los problemas del mundo, es buena, que es un bien vivir, que hay una garantía de que esta vida es buena, que está protegida por Dios y que es un verdadero don. Sólo la anticipación del sentido justifica la anticipación de la vida. Por eso, el Bautismo como garantía del bien de Dios, como anticipación del sentido, del «sí» de Dios que protege esta vida, justifica también la anticipación de la vida. Por lo tanto, el Bautismo de los niños no va contra la libertad; y es necesario darlo, para justificar también el don —de lo contrario discutible— de la vida. Sólo la vida que está en las manos de Dios, en las manos de Cristo, inmersa en el nombre del Dios trinitario, es ciertamente un bien que se puede dar sin escrúpulos. Y así demos gracias a Dios porque nos ha dado este don, que se nos ha dado a sí mismo. Y nuestro desafío es vivir este don, vivir realmente, en un camino post-bautismal, tanto las renuncias como el «sí», y vivir siempre en el gran «sí» de Dios, y así vivir bien. Gracias.

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