miércoles, 23 de mayo de 2012

El don de Piedad - Dones del Espíritu Santo

El don de piedad
 
Sagrada Escritura
Cuando San Pablo describe a los hombres adámicos, carnales y mundanos, emplea más de veinte calificativos muy severos, y entre ellos «rebeldes a los padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados» (Rm 1,30-31). Efectivamente, «la dureza de corazón» hace despiadados a los hombres que no han sido renovados en Cristo por el Espíritu Santo. Éstos son capaces de ver con absoluta frialdad innumerables males -si es que alcanzan a verlos-, tanto en las personas más próximas, como en el mundo en general, abortos y divorcios, guerras e injusticias, olvido de Dios, imperio de la mentira, etc. Y en tanto estos males no les hieran directamente a ellos, se mantienen indiferentes. No tienen piedad.
Por el contrario, el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, nos hace ver a Dios como Padre, a nosotros mismos como hijos suyos, y a los hombres como hermanos:
«Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús... No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,26.28).
Este sentimiento de filiación divina y de hermandad cristiana, que se manifiesta con gran fuerza en los Evangelios y en los escritos apostólicos, se expresó en latín con el término pietas, una virtud, derivada de la virtud cardinal de la justicia, por la que el hombre reverencia a Dios con devoción y filial afecto, y extiende ese reverencial amor no sólo a padres y superiores, sino también a los hermanos e iguales, e incluso a los inferiores, a todas las hermanas criaturas.
Hemos sido predestinados por el Padre «a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que éste sea el Primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29; +Ef 1,5). Y así se crea una familia grandiosa: «un solo Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos» (Ef 4,5-6).
 
Por la comunicación del Espíritu Santo hemos sido hechos «familiares de Dios» (Ef 2,19), se ha realizado algo que podría parecer increíble. En efecto, por el Espíritu de adopción filial nos atrevemos a decirle a Dios -audemus dicere- «"Abba, Padre". Y el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rm 8,15-16; +1Jn 3,1). Ésa es la verdad: «El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo... nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo... y nos hizo gratos en su Amado» (Ef 1,1-6)
Queda, pues, ahora que vivamos consecuentemente nuestra nueva condición filial, y que seamos «imitadores de Dios, como hijos suyos queridos» (Ef 5,1). Esta piedad filial nos hará vivir abandonados con toda confianza en la providencia de nuestro Padre: Él conoce nuestras necesidades, y cuida de nosotros con especial solicitud paternal. No debemos, pues, inquietarnos por nada, siendo nuestro Padre un Dios bueno, providente y omnipotente (+Mt 6,25-34). La conciencia de nuestra filiación divina, pase lo que pase, debe guardar nuestro corazón en una paz confiada y perfecta.
Y queda también que vivamos de verdad la nueva fraternidad, como la vivía, por ejemplo, San Pablo: «hermanos míos queridísimos, mi alegría y mi corona» (Flp 4,1). Esta nueva piedad fraternal nos llevará a ver a nuestros prójimos como a verdaderos hermanos, y si además son cristianos, los veremos aún más como hermanos en la sangre de Cristo, esto es, en la vida nueva de la gracia. Por eso «hagamos bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe» (Gál 6,10).
Especialmente a «los hermanos en la fe», es decir, a los cristianos que, como nosotros, están viviendo en Cristo. Los Padres antiguos no prodigaban fácilmente el nombre de hermanos -como hoy se hace con frecuencia-, sino que lo reservaban a los hermanos en la fe. Es verdad que todos los hombres somos hermanos, en cuanto que todos hemos sido creados por un mismo Dios Creador. Pero San Agustín, por ejemplo, dice: a los paganos «no les llamamos hermanos, de acuerdo con las Escrituras y con la costumbre eclesiástica», ni tampoco a los judíos: «leed al Apóstol, y os daréis cuenta de que cuando él dice hermanos, sin añadir nada más, se refiere a los cristianos» (CCL 38,272).
Pues bien, la piedad fraternal debe a los hermanos cristianos un especial amor y servicio. La koinonía primitiva de Jerusalén, por ejemplo, nace de la virtud y del don espiritual de esa nueva piedad familiar -bienes en común, un solo corazón y una sola alma (Hch 2,42; 4,32-34), como un solo Dios, un solo Señor, una sola fe-, y se produce entre los cristianos, no entre todos los habitantes de la ciudad.
Teología
El don de piedad es un espíritu, un hábito sobrenatural que, por obra del Espíritu Santo, de un modo divino, enciende en nuestra voluntad el amor al Padre y el afecto a los hombres, especialmente a los cristianos, y a todas las criaturas (+STh II-II,121).
La piedad, el tercero de los dones del Espíritu Santo en la escala ascendente, perfecciona de modo sobrehumano el ejercicio de la virtud de la justicia y de todas las virtudes derivadas de ella, muy especialmente las virtudes de la religión y de la piedad. La religión da culto a Dios como a Señor y Creador, pero el don de piedad se lo ofrece como a Padre, y en éste sentido es aún más precioso que la virtud de la religión (II-II,121, 1 ad2m).
El vicio contrario al don de piedad es la dureza de corazón, que procede de un desordenado amor a sí mismo. El don de piedad, por el contrario, perfecciona el ejercicio de la caridad, y sacando al hombre de la cárcel de su propio egoísmo, lo orienta continuamente hacia Dios y hacia los hermanos con un amor y una solicitud que tienen modo divino y perfección sobrehumana.
Por otra parte, como observa el Padre Lallemant, «la piedad tiene una gran extensión en el ejercicio de la justicia cristiana:
«se prolonga no sólamente hacia Dios, sino a todo lo que se relacione con Él, como la Sagrada Escritura, que contiene su palabra, los bienaventurados, que lo poseen en la gloria, las almas que sufren en el purgatorio y los hombres que viven en la tierra... Da espíritu de hijo para con los superiores, espíritu de padre para con los inferiores, espíritu de hermano para con los iguales, entrañas de compasión para con los que tienen necesidades y penas, y una tierna inclinación para socorrerlos... Es también lo que hace afligirse con los afligidos, llorar con los que lloran, alegrarse con los que están contentos, soportar sin aspereza las debilidades de los enfermos y las faltas de los imperfectos; y lleva, en fin, a hacerse todo para todos» (Doctrina espiritual IV,4,5).
El don de piedad, por obra del Espíritu Santo, perfecciona, pues, en modo sobrehumano el ejercicio de muchas virtudes, especialmente de la justicia y de la caridad: nos lleva a sentirnos verdaderamente hijos de Dios, nos hace celosos para promover su gloria, nos inclina a la benignidad con los hermanos, a la fraternidad, a la paciencia, a la castidad, al perdón de las ofensas, y a una servicialidad gratuita y sin límites.
Santos
Los santos, por el don de piedad, viven con intensidad sobrehumana la Comunión de los Santos. Gozan, pues, de su comunión profunda con la santísima Trinidad y con los bienaventurados, bien conscientes de que son «conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2,19). Y también, por el mismo don del Espíritu Santo, viven su fraternidad con todos los miembros de la Iglesia de la tierra y del purgatorio, así como su solidaridad con todos los hombres. Más aún, todo el mundo visible es para ellos Casa de Dios, y estando, como están, tan unidos al Creador, se sienten profundamente unidos a todas las criaturas, que en Dios tienen su ser y su fuerza, su belleza y su obrar.
Por el don de piedad, por ejemplo, vive San Francisco de Asís profundamente la fraternidad con todas las criaturas: con el hermano Sol, con la hermana luna, con el hermano fuego, con nuestra hermana madre tierra (sora nostra matre terra) (Cántico de las criaturas). También en Santa Catalina de Siena, por el don de piedad, hallamos preciosas expresiones de su vivencia fraternal con toda criatura de Dios. El Señor le dice al corazón:
«Todo está hecho por mi bondad y puesto al servicio del hombre, de manera que a cualquier parte que se vuelva, en cuanto a lo temporal o a lo espiritual, no halla más que el fuego y el abismo de mi caridad con máxima, dulce, verdadera y perfecta providencia» (Diálogo IV,7,151). Ese mismo don espiritual de piedad enciende el corazón de Santa Teresa de Jesús, pue, como ella confiesa, viendo «campo o agua, flores; en estas cosas hallaba yo memoria del Creador, digo que me despertaban y recogían y servían de libro» (Vida 9,5). Y lo mismo le sucedía a San Juan de la Cruz (2 Subida 5,3).
Esa piadosa fraternidad con las criaturas se hace en los santos aún más profunda, por supuesto, respecto de los seres humanos. San Francisco de Asís, por ejemplo, siente y expresa esa fraternidad cristiana con acentos particularmente conmovedores. Es de notar con qué dulzura la expresa, unos años antes de morir, en su Carta a toda la Orden: «mis benditos hermanos..., señores hijos y hermanos míos..., todos mis hermanos sacerdotes», etc. Y si todos los hombres son para él un don de Dios, sus frailes, sus prójimos, lo son de un modo especial: «después que el Señor me dio hermanos»... (Testamento 14).
De Santa Teresita refiere una de sus hermanas del Carmelo, Sor María de la Trinidad: «llamaba a los pecadores "sus hijos", y se tomaba muy en serio el título de "madre", respecto de ellos» (Proceso ordinario). Ella estaba, como San Pablo, queriendo engendrarlos a la vida en Cristo por el Evangelio, y sufría por ellos, con oración y penitencias, dolores como de parto (+1Cor 4,15).
Por otra parte, esa amorosa fraternidad cristiana, como lo recuerda San Francisco, procede evidentemente del Padre celestial: «todos vosotros sois hermanos, y entre vosotros no llaméis a nadie padre sobre la tierra, pues uno solo es vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 23,9: +I Regla 22,35). Es el mismo sentimiento de San Pablo, cuando escribe: «yo doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra» (Ef 3,14-15).
El don de piedad lleva a perfección el abandono confiado en la providencia amorosa del Padre. Si nuestra más profunda identidad es la de hijos de Dios, porque él ha querido hacerse Padre nuestro, y si nuestro Padre es bueno y omnipotente, y conoce nuestras necesidades, ¿qué lugar puede quedar para la inquietud en el corazón cristiano? A Él se eleva la oración filial de Santa Teresa:
«Padre nuestro que estás en los cielos... ¡Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo dais tanto junto a la primera palabra [del paternóster]?... Le obligáis a que la cumpla, que no es pequeña carga; pues en siendo Padre, nos ha de sufrir, por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a Él, como el hijo pródigo, nos ha de perdonar, nos ha de consolar en nuestros trabajos, nos ha de sustentar como lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo» (Camino Vall. 27,1-2).
La oración cristiana, en efecto, está llena de piedad filial y se dirige principalmente al Padre celeste. Así nos lo enseñó nuestro Maestro: «cuando oréis, decid: Padre» (Lc 11,2). Cristo «nos enseñó a dirigir la oración a la persona del Padre» (Sto. Tomás, In IV Sent. dist.15,q.4, a.5,q.3, ad1m). Ésa es la norma de la tradición, constantemente observada por la liturgia católica, que eleva siempre sus oraciones a Dios Padre, por Jesucristo, su Hijo, que con él vive y reina en la unidad del Espíritu Santo.
Un buen ejemplo del don de piedad filial lo hallamos en las oraciones contemplativas de Santa Catalina de Siena, que normalmente eleva sus oraciones al Padre, uniendo siempre a Él maravillosamente al Hijo y al Espíritu. Éste suele ser el modo de sus oraciones:
«Porque sabes, quieres y puedes, apelo a tu poder, Padre eterno; a la sabiduría de tu Hijo unigénito, por su preciosa sangre, y a la clemencia del Espíritu Santo, fuego y abismo de caridad, que tuvo a tu Hijo cosido y clavado en la cruz, para que hagas misericordia al mundo y le des el calor de la caridad con paz y unión en la santa Iglesia. No quiero que tardes más. Te ruego que tu infinita bondad te obligue a no cerrar los ojos de tu misericordia.... Jesús dulce, Jesús amor» (Orac. 24; Rocca de Tentennano 28-X-1378).
Disposición receptiva
Pidamos siempre al Padre el espíritu filial y fraternal, y pidámosle que nos lo infunda por el don de piedad, propio del Espíritu de Jesús. Pero al mismo tiempo dispongámonos a recibir ese don con estas virtudes y prácticas:
1. Venerar al Creador, contemplar su grandeza en el mundo visible, considerando a éste como Casa de Dios. Tratar con respeto todas las criaturas que el Padre ha puesto en el mundo a nuestro servicio. Ya nos dijo el Apóstol: «todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1Cor 3,23).
2. Dirigir muchas veces nuestra oración al Padre celestial, por Jesucristo, bajo el influjo del Espíritu Santo, que orando en nosotros, dice: Abba, Padre.
3. Meditar en nuestra condición de hijos de Dios y hermanos en Cristo.
4. Confiar en la providencia de nuestro Padre en todas las vicisitudes de nuestra vida, combatiendo toda preocupación por un abandono confiado en su amor misericordioso (+Mt 6,25-34)
     5. Tratar al prójimo como hermano, ejercitando siempre con él la benignidad, la paciencia, la compasión, el perdón, la servicialidad, la comunicación de bienes.

P. José María Iraburu

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