lunes, 2 de abril de 2012

San Anselmo - Proslogion

Reflexión acerca de la fe y el conocimiento de Dios, hecha en forma de oración.
SAN ANSELMO
Obispo y Doctor de la Iglesia
(1033-1109)
PROSLOGION
 
PROEMIO
            Después de haber presentado en un opúsculo, cediendo a los ruegos de algunos hermanos, que pudiese servir de ejemplo de meditación de los misterios de la fe a un hombre que busca en silencio consigo mismo descubrir lo que ignora, me he dado cuenta que esta obra tenía el inconveniente de hacer necesario el encadenamiento de un buen número de raciocinios. Desde ese momento comencé a pensar si no sería posible encontrar una sola prueba que no necesitase para ser completa más que de sí misma y que demostrase que Dios existe verdaderamente; que es el bien supremo que no necesita de ningún otro principio, y del cual, por el contrario, todos los otros seres tienen necesidad para existir y ser buenos; que apoyase, en una palabra, con razones sólidas y claras, todo lo que creemos de la substancia divina. Al revolver con infatigable atención estos pensamientos en mi mente, me parecía unas veces que iba a obtener lo que buscaba, y otras que la solución de esta dificultad se desvanecía para siempre y enteramente de mi espíritu. Desesperado, por fin, de llegar a ello, decidí dejarlo como algo cuya búsqueda era vana e imposible de obtener. En el temor de que este pensamiento ocupando inútilmente mi espíritu, le apartase de otros objetos en el estudio de los cuales podía hacer útiles progresos, quise alejarle completamente de mí. Pero cuanto más me defendía contra esta idea y menos quería darle entrada, más me perseguía ella con una especie de importunidad. Un día, pues, cansado ya de resistir a esta persecución importuna, en la lucha misma de mis pensamientos, se ofreció la idea que ya desesperaba de encontrar, y la acogí con tanto entusiasmo como cuidado había puesto en rechazarla.
            Pensando en seguida que lo que yo había encontrado con tanto placer podría, si era desarrollado por escrito, causar otro tanto al que lo leyese, escribí sobre este tema y algunos otros el opúsculo siguiente, en el cual hago hablar a una persona que busca elevar su alma a la contemplación de Dios y que se esfuerza en comprender lo que cree. Y como ni el primer tratado ni éste me parecen merecer el nombre de libro, ni ser bastante considerables para que se colocase al frente el nombre del autor, pero que, sin embargo, era necesario que tuviesen un título que invitase a leerlos a aquellos en cuyas manos podrían caer, les puse uno a cada uno de ellos, y designé al primero por estas palabras: Ejemplo de meditación sobre el fundamento racional de la fe; y al segundo por éstas: La fe buscando apoyarse en la razón.
Pero como fueron transcritos después por varios con esos títulos, me persuadieron algunas personas, y entre ellas el reverendo arzobispo de Lyón, Hugo, legado apostólico de la Galia, más bien me ordenó con su autoridad apostólica que pusiera en él mi nombre. Para que esto fuera más fácil, intitulé a uno Monologium, es decir, conversación conmigo mismo, y el otro Proslogium, es decir, alocución.


 
CAPÍTULO 1
Exhortación a la contemplación de Dios
            ¡Oh hombre, lleno de miseria y debilidad!, sal un momento de tus ocupaciones habituales; ensimísmate un instante en ti mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos; arroja lejos de ti las preocupaciones agobiadoras, aparta de ti tus trabajosas inquietudes. Busca, a Dios un momento, sí, descansa siquiera un momento en su seno. Entra en el santuario de tu alma, apártate de todo, excepto de Dios y lo que puede ayudarte a alcanzarle; búscale en el silencio de tu soledad. ¡Oh corazón mío!, di con todas tus fuerzas, di a Dios: Busco tu rostro, busco tu rostro, ¡oh Señor!
            Y ahora, ¡oh Señor, Dios mío! , enseña a mi corazón dónde y cómo te encontrará, dónde y cómo tiene que buscarte. Si no estás en mí, ¡oh Señor!, si estás ausente, ¿dónde te encontraré? Desde luego habitas una luz inaccesible. Pero ¿dónde se halla esa luz inaccesible? ¿Cómo me aproximaré a ella? ¿Quién me guiará, quién me introducirá en esa morada de luz? ¿Quién hará que allí te contemple? ¿Por qué signos, bajo qué forma te buscaré? Nunca te he visto, Señor Dios mío; no conozco tu rostro. ¿Qué hará, Señor omnipotente, este tu desterrado tan lejos de ti? ¿Qué hará tu servidor, atormentado con el amor de tus perfecciones y arrojado lejos de tu presencia? Fatígase intentando verte, y tu rostro está muy lejos de él. Desea acercarse a ti, y tu morada es inaccesible. Arde en el deseo de encontrarte, e ignora dónde vives. No suspira más que por ti, y jamás ha visto tu rostro. Señor, tú eres mi Dios, tú eres mi maestro, y nunca te he visto. Tú me has creado y rescatado, tú me has concedido todos los bienes que poseo, y aún no te conozco. Finalmente, he sido creado para verte, y todavía no he alcanzado este fin de mi nacimiento.
            ¡Oh suerte llena de miseria! El hombre ha perdido el bien para el cual ha sido creado. ¡Oh dura condición, oh cruel desgracia! ¡Ay! ¿Qué ha perdido y qué ha encontrado? ¿Qué se le ha quitado? ¿Qué le ha quedado? Ha perdido la dicha para la cual había nacido, ha encontrado la desdicha para la cual no estaba destinado. Ha visto desvanecerse lejos de él las condiciones necesarias de la felicidad, y no le queda más que una desdicha inevitable. El hombre comía el pan de los ángeles, ahora tiene hambre y come el pan del dolor, que ni siquiera conocía entonces. ¡Oh duelo público de la humanidad, gemido universal de los hijos de Adán! Este padre común gozaba en la abundancia, ahora gemimos en la necesidad; mendigamos, y él estaba en la riqueza. Poseía felicidad; lo ha perdido todo y vive en las angustias de la miseria; como él, estamos nosotros en la necesidad y el dolor; formamos deseos sellados con el carácter de nuestros sufrimientos y, ¡ay!, no son satisfechos. Puesto que lo podía fácilmente, ¿por qué no nos ha conservado un bien cuya pérdida debía sernos tan dolorosa? ¿Por qué nos ha cerrado el acceso a la luz y nos ha rodeado de tinieblas? ¿Por qué nos ha quitado la vida para condenarnos a muerte? ¡Desgraciados! ¿De dónde hemos sido arrojados? ¿Dónde hemos sido relegados? ¿De dónde hemos sido precipitados? ¿En qué abismo hemos sido sepultados? Hemos pasado de la patria al destierro; de la vista de Dios, a la ceguera en que nos hallamos; de la dulce inmortalidad, a la amargura y el horror de la muerte. ¡Funesto cambio! ¡Qué mal tan horroroso ha reemplazado a tan gran bien! ¡Pérdida lastimosa, dolor profundo, terrible reunión de miserias!
            ¡Cuán desgraciado soy, hijo infortunado de Eva apartado de Dios por el crimen! ¿En qué empresa me he metido? ¿Qué es lo que he hecho? ¿Dónde iba? ¿A dónde he llegado? ¿Qué es lo que yo pretendía? ¿A qué término he llegado? ¿Quién suscita mis suspiros? He buscado la dicha, y la consecuencia ha sido la agitación. Yo quería ir hasta Dios, y no he encontrado más que a mí mismo. Buscaba el descanso en el secreto de mi soledad, y no he encontrado en el fondo de mi corazón más que dolor y tribulación. ¿Quería alegrarme con toda la alegría de mi alma? Me veo obligado a gemir con los gemidos de mi corazón. Esperaba la felicidad, y no he encontrado más que una triste ocasión de redoblar mis suspiros.
            Y tú, Señor, ¿hasta cuándo nos olvidarás? ¿Hasta cuándo apartarás de nosotros tu rostro? ¿Cuándo volverás hacia nosotros tus miradas? ¿Cuándo nos escucharás? ¿Cuándo iluminarás nuestros ojos? ¿Cuándo nos mostrarás tu rostro? ¿Cuándo accederás a nuestros deseos? Señor, vuelve tus ojos hacia nosotros, escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Sin ti no hay para nosotros más que desdichas; ríndete a nuestros deseos para que la dicha nos venga de nuevo. Ten piedad de nuestros trabajos y de los esfuerzos que hacemos para llegar hasta ti, sin cuyo socorro no podemos nada. Tú nos invitas, ayúdanos. Señor, yo te suplico que la desesperación no reemplace a mis gemidos; que la esperanza me permita respirar. Suplícote, Señor; mi corazón está sumergido en la amargura de la desolación que lleva en sí; endulza su pena por tus consuelos. Señor, empujado por la necesidad, he comenzado a buscarte; no permitas, te lo suplico, que yo me retire sin quedar saciado. Me he acercado para apaciguar mi hambre; que no tenga que volverme sin haberla satisfecho. Pobre como soy, imploro tu riqueza; desgraciado, tu misericordia; que la negativa y el desprecio no sean el efecto de mi oración. Y si suspiro por la llegada de ese precioso alimento, que al menos no me falte después de la prueba. Encorvado como estoy, Señor, no puedo mirar más que la tierra; enderézame, y mis miradas se dirigirán hacia los cielos. Mis iniquidades se han alzado por encima de mi cabeza, me rodean por todas partes y me oprimen como una carga pesada. Desembarázame de estos obstáculos, descárgame de este peso; que no me encierren en sus profundidades como en un pozo. Que me sea permitido volver los ojos hacia tu luz desde lejos o del fondo de mi abismo. Enséñame a buscarte, muéstrate al que te busca, porque no puedo buscarte si no me enseñas el camino. No puedo encontrarte si no te haces presente. Yo te buscaré deseándote, te desearé buscándote, te encontraré amándote, te amaré encontrándote.
            Reconozco, Señor, y te doy gracias, que has creado en mí esta imagen para que me acuerde de ti, para que piense en ti, para que te ame. Pero esta imagen se halla tan deteriorada por la acción de los vicios, tan oscurecida por el vapor del pecado, que no puede alcanzar el fin que se le había señalado desde un principio si no te preocupas de renovarla y reformarla. No intento, Señor, penetrar tu profundidad, porque de ninguna manera puedo comparar con ella mi inteligencia; pero deseo comprender tu verdad, aunque sea imperfectamente, esa verdad que mi corazón cree y ama. Porque no busco comprender para creer, sino que creo para llegar a comprender. Creo, en efecto, porque, si no creyere, no llegaría a comprender.
 
CAPÍTULO II
Que Dios existe verdaderamente, aunque el insensato haya dicho en su corazón:
Dios no existe
            Así, pues, ¡oh Señor!, tú que das la inteligencia de la fe, concédeme, en cuanto este conocimiento me puede ser útil, el comprender que tú existes, como lo creemos, y que eres lo que creemos. Creemos que encima de ti no se puede concebir nada por el pensamiento. Se trata, por consiguiente, de saber si tal Ser existe, porque el insensato ha dicho en su corazón: No hay Dios. Pero cuando me oye decir que hay un ser por encima del cual no se puede imaginar nada mayor, este mismo insensato comprende lo que digo; el pensamiento está en su inteligencia, aunque no crea que existe el objeto de este pensamiento. Porque una cosa es tener la idea de un objeto cualquiera y otra creer en su existencia. Porque cuando el pintor piensa de antemano en el cuadro que va a hacer, lo posee ciertamente en su inteligencia, pero sabe que no existe aún, ya que todavía no lo ha ejecutado. Cuando, por el contrario, lo tiene pintado, no solamente lo tiene en el espíritu, pero sabe también que lo ha hecho. El insensato tiene que convenir en que tiene en el espíritu la idea de un ser por encima del cual no se puede imaginar ninguna otra cosa mayor, porque cuando oye enunciar este pensamiento, lo comprende, y todo lo que se comprende está en la inteligencia: y sin duda ninguna este objeto por encima del cual no se puede concebir nada mayor, no existe en la inteligencia solamente, porque, si así fuera, se podría suponer, por lo menos, que existe también en la realidad, nueva condición que haría a un ser mayor que aquel que no tiene existencia más que en el puro y simple pensamiento. Por consiguiente, si este objeto por encima del cual no hay nada mayor estuviese solamente en la inteligencia, sería, sin embargo, tal que habría algo por encima de él, conclusión que no sería legítima. Existe, por consiguiente, de un modo cierto, un ser por encima del cual no se puede imaginar nada, ni en el pensamiento ni en la realidad.
 

CAPÍTULO III
Que no se puede pensar que Dios no existe
            Lo que acabamos de decir es tan cierto, que no se puede imaginar que Dios no exista. Porque se puede concebir un ser tal que no pueda ser pensado como no existente en la realidad, y que, por consiguiente, es mayor que aquel cuya idea no implica necesariamente la existencia. Por lo cual, si el ser por encima del cual nada mayor se puede imaginar puede ser considerado como no existente, síguese que este ser que no tenía igual, ya no es aquel por encima del cual no se puede concebir cosa mayor, conclusión necesariamente contradictoria,
Existe, por tanto, verdaderamente un ser por encima del cual no podemos levantar otro, y de tal manera que no se le puede siquiera pensar como no existente; este ser eres tú, ¡oh Dios, Señor nuestro!
Existes, pues, ¡oh Señor, Dios mío!, y tan verdaderamente, que no es siquiera posible pensarte como no existente, y con razón. Porque si una inteligencia pudiese concebir algo que fuese mejor que tú, la criatura se elevaría por encima del Creador y vendría a ser su juez, lo que es absurdo. Por lo demás, todo, excepto tú, puede por el pensamiento ser supuesto no existir. A ti solo, entre todos, pertenece la cualidad de existir verdaderamente y en el más alto grado. Todo lo que no es tú, no posee más que una realidad inferior y no ha recibido el ser más que en menor grado. ¿Por qué entonces el insensato ha dicho en su corazón: No hay Dios, cuando es tan fácil a un alma racional comprender que existes más realmente que todas las cosas? Precisamente porque es insensato y sin inteligencia.
 
CAPÍTULO IV
Cómo el insensato ha dicho en su corazón lo que no se puede pensar
            Pero ¿cómo el insensato ha dicho en su corazón lo que no ha podido pensar o cómo no ha podido pensar lo que ha dicho en su corazón, puesto que decir en su corazón no es otra cosa que pensar? Y si se puede decir verdaderamente que lo ha pensado, puesto que lo ha dicho en su corazón, y al mismo tiempo que no lo ha dicho en su corazón, porque no ha podido pensarlo, hay que admitir que hay muchas maneras de decir en su corazón o pensar. Se piensa de distinto modo una cosa cuando se piensa la palabra que la significa o cuando la inteligencia percibe y comprende la cosa misma. En el primer sentido se puede pensar que Dios no existe; en el segundo, no. Aquel que comprende lo que es Dios, no puede pensar que Dios no existe, aunque pueda pronunciar estas palabras en sí mismo, ya sin atribuirles ningún significado, ya atribuyéndoles un significado torcido, porque Dios es un ser tal, que no se puede concebir mayor que El. El que comprende bien esto, comprende al mismo tiempo que tal ser no puede ser concebido sin existir de hecho. Por consiguiente, aquel que comprende estas condiciones de la existencia de Dios, no puede pensar que no existe.
Gracias, pues, te sean dadas, ¡oh Señor! Porque lo que he creído al principio por el don que me has hecho, lo comprendo ahora por la luz con que me iluminas, y aun cuando no quisiera creer que existes, no podría concebirlo.
 
CAPÍTULO V
Que Dios es todo aquello que es mejor que exista que no exista, y que, siendo el único que existe por sí mismo, ha hecho todo de la nada
            ¿Qué eres tú, pues, ¡oh Señor Dios mío!, tú por encima del cual no se puede suponer nada mejor? Y ¿quién puedes tú ser sino aquel que, existiendo solo por encima de todos por sí mismo, lo ha hecho todo de la nada? Porque todo lo que no es este poder creador, es inferior a lo que nuestro pensamiento puede comprender en su más alto concepto; pero estos pensamientos no pueden ser concebidos de ti ni convenir a tu esencia. ¿Qué bien podría entonces faltar al bien supremo, a ese bien del cual todo bien ha emanado? Eres, por tanto, necesariamente justo, verdadero, feliz y todo lo que vale más que exista que no exista, porque vale más ser justo que no serlo, ser feliz que no serlo.
 
CAPÍTULO VI
Cómo Dios es sensible aunque no sea cuerpo
            Pero puesto que es mejor que seas sensible (capaz de sentir), omnipotente, misericordioso, impasible, que carecer de todos estos atributos, ¿cómo eres sensible si no tienes cuerpo, y todopoderoso si no puedes todo, o lleno de misericordia y a la vez impasible? Porque si solamente los seres corporales son sensibles, porque los sentidos están extendidos por el cuerpo y forman parte de él, ¿cómo puedes tú ser sensible si no eres cuerpo, sino espíritu supremo, y, por lo mismo, mejor que el cuerpo? Es que, sin duda, sentir es conocer, porque el que siente conoce según la propiedad de los sentidos, como los colores por la vista, los sabores por el gusto. Con razón se dice, por tanto, que todo ser que de algún modo conoce, siente. Así, ¡oh Señor!, aunque no seas cuerpo, eres, sin embargo, soberanamente sensible, puesto que conoces en su ser mismo todas las cosas, y no como un animal, que no conoce más que por los sentidos corporales.
 
CAPÍTULO VII
Cómo es omnipotente aunque muchas cosas le sean imposibles
            Pero ¿cómo eres omnipotente si no puedes todo, si no puedes corromperte, mentir ni hacer que lo verdadero sea falso, que lo que está hecho no lo sea, y otras cosas semejantes? ¿Cómo puedes todo, a menos, quizá, que poder hacer algunas de estas cosas no sea potencia, sino, por el contrario, una verdadera impotencia? Porque el que puede hacer tales cosas puede hacer lo que es funesto, lo que es contra su deber. Ahora bien, cuanto más poderoso es de esta manera, tanto más poder tiene sobre él la adversidad y el mal y menos fuerza tiene él contra ellas. Semejante facultad no es poder, sino impotencia. De hecho, no se dice que posee personalmente el poder, sino que se deja que otros lo tengan sobre él; también es una manera de hablar, como cuando se dicen muchas cosas impropiamente. Decimos, por ejemplo, ser por no ser, y hacer para expresar una situación que consiste en no hacer o no hacer nada. Por ejemplo, respondemos a un hombre que niega una cosa: Así es como usted dice, aunque más conveniente sería decir: La cosa, en efecto, no es como usted dice que no es. También decimos: éste se sienta como este otro, o éste descansa como hace este otro, aunque por sentarse entendamos no hacer una cosa, y por descansar no hacer nada. Así, pues, cuando se dice de alguien que tiene poder de hacer o sufrir algo que no le es provechoso o que no debe hacer, se entiende que es impotencia, aunque se emplee la palabra potencia, porque cuanto más poderoso es en este sentido, tanto más fuertes son contra él el infortunio y la perversidad, y él tanto más débil contra ellas. Así, pues, Señor Dios nuestro, tú eres verdaderamente omnipotente, en el sentido de que no puedes nada en lo que es fruto de la impotencia y de que nada prevalece contra ti.
 




CAPÍTULO XIV
Cómo y por qué Dios es visto y no visto de aquellos que le buscan
            ¡Oh alma mía!, ¿has encontrado lo que buscabas? Buscabas a Dios, y has llegado a conocer que está por encima de todas las cosas, mayor que lo que nuestro pensamiento puede imaginar; que es la vida, la luz, la sabiduría, la bondad, la bienaventuranza eterna y la eternidad feliz; que está por todas partes y siempre. Porque si no has encontrado a tu Dios, ¿cómo es el ser que has encontrado, y cómo has comprendido con verdad tan firme y tan verdadera firmeza que el objeto que acababas de alcanzar era Dios? Si, por el contrario, le has encontrado, ¿cómo no sientes la presencia de lo que has encontrado? ¿Por qué, oh Señor Dios mío, mi alma no te siente si te ha encontrado?
            ¿Será que no te ha encontrado cuando ha creído comprender que eres luz y verdad? ¿Ha podido ella comprender esto si no es viendo la luz y la verdad? ¿Ha podido comprender algo de tu esencia si no es por tu luz y tu verdad? Si, pues, ella ha visto la luz y la verdad, ella te ha visto; y si ella no te ha visto, no ha visto la luz y la verdad. ¿Cómo creer, en efecto, que ha visto la luz y la verdad y que, sin embargo, no te ha visto, si no es que te ha visto de cierto modo, pero no cual eres tú?
            Señor, Dios mío, creador y reparador de mi ser, di a mi alma, llena de deseos; dile que eres otro del que ella ha visto, para que vea, en fin, sin velo lo que aspira a ver. Atentamente busca ver más de lo que ha visto, pero no ve nada más de lo que ha visto, nada sino profundas tinieblas. O, más bien, no ve tinieblas, porque en ti no las hay, pero ve que no puede ver más a causa de sus propias tinieblas. ¿Por qué esto, Señor, por qué? ¿Su ojo está oscurecido por su debilidad o deslumbrado por tu esplendor? Sí, su ojo está oscurecido por sus propias tinieblas y deslumbrado por tu luz. Su corto alcance la ciega, se pierde en tu inmensidad, está encerrado por sus estrechos límites, sobrepasado por tu grandeza ilimitada. Porque, ¡cuán grande es esta luz de donde brota y brilla toda verdad, que luce a los ojos del alma dotada de razón! ¡Cuán vasta esta verdad en la cual está todo lo que es verdad y fuera de la cual no hay más que nada y mentira! ¡Cuán inmensa es, ella que de un solo vistazo ve todo lo que existe, de qué principio, por qué poder y de qué manera ha sido hecho de la nada! ¡Qué pureza, qué simplicidad, qué certeza, qué brillo se encuentra en ella! Mucho más, sin duda, de lo que la criatura puede comprender.
 
CAPÍTULO XXII
Que solamente Dios es lo que y el qué es
            Por consiguiente, ¡oh Señor!, tú solo eres lo qué eres y el que eres, porque el ser que no es el mismo en su todo y en sus partes, el ser sujeto a cambio en algún punto, no puede ser en modo alguno lo que él es. Lo que ha comenzado por la nada, puede ser concebido como no existente, y si no subsiste por el poder de otro, vuelve a la nada. Aquello cuyo pasado no existe, cuyo futuro aún no es, no existe propiamente hablando. En cuanto a ti, tú eres lo que eres, porque todo lo que eres una vez y de algún modo, lo eres entero y siempre.
Tú existes verdadera y simplemente porque no tienes pasado ni futuro, sino únicamente un presente, y no se puede suponer un momento en que no existas. Pero tú eres la vida, la luz, la sabiduría, la felicidad, la eternidad y todos los bienes, de cualquier clase que sean, y, sin embargo, no eres más que el Bien único y supremo que te bastas a ti mismo enteramente y no careces de nada. De ti, en cambio, han menester las demás cosas para existir y estar como conviene.
 

CAPÍTULO XXVI
Esta alegría, ¿será «la alegría llena» que promete el Señor?
            Mi Señor y mi Dios, mi esperanza y la alegría de mí corazón, di a mí alma si es ésa la alegría que nos anuncias por las palabras de tu Hijo: Pedid y recibiréis, a fin de que vuestra alegría sea completa, porque he encontrado una alegría plena y más que plena. Después que haya llenado al hombre entero su corazón, su espíritu, su alma, todavía le quedará más allá de toda medida. Esta alegría no entrará enteramente en aquellos que la disfruten, sino que éstos entrarán en la alegría. Di, Señor, di a tu siervo en el fondo de su alma si es ésta la felicidad del Señor en la que entrarán aquellos servidores tuyos que son llamados. Esta alegría de que ciertamente gozarán tus elegidos, ni la ha visto el ojo, ni el oído la ha escuchado, ni entró jamás en el corazón del hombre. No he expresado, pues, todavía, ni pensado, ¡oh Señor!, lo que se alegrarán estos bienaventurados. Su alegría será, sin duda, igual a su amor; su amor, a su conocimiento. ¿En qué medida te conocerán entonces, Señor, y hasta qué punto te amarán? Cierto que el ojo no ha visto en esta vida, ni el oído escuchado, ni el corazón del hombre comprendido en qué medida te conocerán y amarán en la otra vida.
            Yo te suplico, ¡oh Señor!, haz que te conozca, que te ame, a fin de que encuentre en ti toda mi alegría. Y si en este mundo no puedo alcanzar la plenitud de la dicha, que al menos crezca en mí cada día hasta ese momento deseado. Que en esta vida cada instante me eleve más y más al conocimiento de ti mismo, y que en la vida futura este conocimiento sea perfecto; que aquí mi amor por ti aumente, que allí alcance su plenitud; que aquí mi alegría en esperanza sea cada vez mayor, que allí sea completa; en realidad, Señor, tú nos ordenas, nos aconsejas por tu Hijo que pidamos y nos prometes que recibiremos, a fin de que nuestro gozo sea perfecto. Yo te lo pido, Señor, como nos lo aconsejas por boca del Maestro admirable que nos has dado: haz que reciba, como lo prometes por tu Verdad, a fin de que mi alegría sea llena. Yo pido: haz, ¡oh Dios fiel en tus promesas!, que yo reciba, para que mi alegría sea completa. Y ahora, en medio de estos deseos y favores, que sea éste el objeto de las meditaciones de mi alma y de las palabras de mi lengua. Que sea eso lo que ame mi corazón, lo que hable mi boca. Que mi alma tenga hambre de esa felicidad; que mi cuerpo tenga sed; que mi sustancia entera la desee, hasta que entre la gloria del Señor, que es Dios trino y uno, bendito en todos los siglos. Así sea.

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